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miércoles, 27 de noviembre de 2024

Molécula para comprar tiempo (+Video)

El Centro de Inmunología Molecular produjo un fármaco que le ha proporcionado a la entidad ingresos millonarios, así como la satisfacción de contribuir a salvar vidas…

Bárbara Avendaño, Marieta Cabrera en Bohemia 06/01/2015
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Joaquín Solozabal Armestron, licenciado en Biología y máster en Inmunología, ama estar en el laboratorio. “Me gusta hacer las cosas con mis manos. Una vez allí me olvido un poco de todo lo demás. No quiero que me molesten, ni siquiera que me llamen por teléfono”, confiesa; y lo considera un defecto que arrastra aún hoy cuando tiene responsabilidad administrativa.

Ese comportamiento ha marcado siempre su cotidianidad. Recuerda aquella ocasión, de mediados de los años 90 del siglo anterior, cuando olvidó asistir a la reunión semanal que realizaba el grupo multidisciplinario creado entonces en el Centro de Inmunología Molecular (CIM) para obtener la Eritropoyetina Humana Recombinante. En tales encuentros, especialistas de investigación-desarrollo, producción, calidad y clínica discutían sus avances durante los últimos siete días de laboriosa faena y planificaban los próximos pasos.

Recién tomaba forma el proyecto para lograr ese fármaco, que se aplica a los pacientes con insuficiencia renal crónica para evitar la anemia severa causada por el déficit de la hormona eritropoyetina producida por el riñón, y Joaquín Solozabal atribuye su descuido a que quizás no comprendió bien la tarea.

“Ese día recibí una llamada de Agustín Lage, el director, quien me dijo: ‘Hace falta que tengas en cuenta que esta reunión tenemos que hacerla, y hay que llegar temprano’. Por supuesto, a mi me halan las orejas una sola vez, más aún una personalidad como la de él”. Desde ese momento estuvo presente cada martes a las nueve de la mañana. “Aquello tenía más importancia de la que yo pensaba”, admite. Él fue uno de los profesionales procedentes del Instituto Nacional de Oncología y Radiobiología (INOR) que desde esa sede aportaron sapiencia e integraron las instalaciones del CIM, en 1994, donde se incorporó al área de investigaciones.

Su nueva misión consistió en desarrollar el método que permitiría cuantificar la eritropoyetina (EPO), es decir, la cantidad de proteína producida en el caldo de cultivo logrado en la fermentación, que después se medía en el purificador. “Es como transitar del diamante en bruto al pulido, el brillante”, ilustra el hoy Biotecnólogo de Primer Nivel.

Todo el equipo multidisciplinario era conducido por el director del centro. “Un proyecto como este requería celeridad, y Lage se ocupó de establecer el sistema para llevarlo desde el principio hasta el fin. Nos dejó esa enseñanza, fue una escuela”, evoca. Y la idea fructificó, de tal manera que antes de 2000 tuvieron un producto listo para negociarlo, el cual más tarde aportaría cifras millonarias.

Sin embargo, llegar a tal punto fue difícil. Un personal muy joven, cuyo promedio de edad no llegaba a los 30 años, acarreó sobre sus hombros el arduo proceso interactivo de prueba y error, durante el cual se erigió vencedor en el empleo de una tecnología novedosa en el país, en transformarla y adaptarla. Ello derivó en una patente basada en un método de producción alternativo, diferente, con el cual obtener una EPO tan eficaz como la reportada en Estados Unidos y Europa.

Para tal propósito, los muchachos debieron nutrirse de los conocimientos de investigadores de mayor experiencia del CIM y de otros, como los del Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología (CIGB), que integraron también el equipo. “Hasta cierto punto fue un codesarrollo. Determinamos en cuál tecnología producir la molécula (el CIGB tenía otra), y los dos centros colaboraron en la evolución del proceso”, apunta Joaquín Solozabal, jefe del Departamento de Calidad asociado a los productos en desarrollo.

Estrategia de puente De las aulas del Instituto Superior Politécnico José Antonio Echeverría (Ispjae) comenzaron a salir en 1989 los primeros ingenieros, de una veintena de distintas especialidades, que completarían la plantilla del CIM. “Nos cambiaron los planes de clases a fin de darnos una preparación en biotecnología y buena parte de nosotros empezó en el centro aún como estudiantes. Dos años después nos graduamos e incorporamos directamente a su colectivo”, cuenta el ingeniero químico y doctor en Ciencias Técnicas Ernesto Chico Véliz. Una de las tecnologías básicas que el CIM necesitaba expandir era el cultivo de células animales. El especialista explica que casi todos los medicamentos biofarmacéuticos se producen mediante la inserción de un gen en una célula de mamífero, y para ello, dichas células se cultivan en equipos inicialmente pequeños y después en fermentadores industriales. En Cuba, semejante procedimiento no se dominaba en 1991, por lo que para asimilarlo fue indispensable preparar a un grupo de aquellos jóvenes, incluso algunos en Europa, de manera tal que después pudieran ampliarlo y reproducirlo en el país. El primer proyecto que necesitó un escalado industrial de cultivo de células fue la eritropoyetina.

El CIM, una idea de Fidel que nació para investigar, desarrollar y comercializar fundamentalmente anticuerpos destinados a la terapia de cáncer, desde su creación conoció que en el mundo estos requerían todavía modificaciones para poder usarlos con efectividad en humanos. Eso ponía a la institución en jaque, porque los productos que la harían rentable no estaban aún científicamente listos, y ello generaba un tiempo sin tener grandes ventas, ni recuperar la inversión.

“En ese momento -apunta Chico Véliz- la dirección decidió producir otros medicamentos que no fueran propios de la investigación nuestra, pero sí requirieran la tecnología que poseíamos. Se diseñó la estrategia de puente: usar la molécula de eritropoyetina como un sustituto temporal, desde el punto de vista comercial, de los anticuerpos monoclonales y la vacuna de cáncer hasta que ambos pudieran producirse”.

Respaldaban la elección varias razones. En ese instante, entre los incipientes fármacos biotecnológicos a nivel internacional la EPO resultaba el más vendido y todo un éxito comercial, con casi tres mil millones de dólares anuales y una gran demanda en el orbe. Otro poderoso motivo era que en esa etapa Cuba solo podía importar reducidas cantidades del medicamento, el cual alcanzaba para muy pocos pacientes, pues cada bulbo costaba unos 200 dólares. Entonces los médicos estimaban la demanda nacional en unos 300 mil frascos anuales.

Relata Chico que con esas cartas en la mano firmaron un acuerdo con una empresa foránea, que tenía las células para elaborar la EPO, pero no la capacidad productiva para hacerlo. A inicios de 1995 crearon una asociación para escalar la producción, estandarizarla y distribuirla, la parte extranjera en unos países, y la cubana en otros.

“Fue al principio una asimilación de tecnología, una modificación de la que nos transfirieron y, con el mejor conocimiento de lo publicado a nivel mundial, tuvimos que desarrollar un método de producción propio, sobre todo teniendo en cuenta el equipamiento disponible en el centro. Más adelante, esto terminó en una patente, con lo que se reconoció su nivel de originalidad”, refiere Ernesto Chico.

El enigma de la caja negra

Otras dos parejas de muchachos del Ispjae llegaron al CIM en 1996 y confiaron al azar el tema que cada dúo desarrollaría en su trabajo de diploma en los campos de cultivo celular y purificación. “A mí la suerte me favoreció con el primero”, declara Jania Suárez Silverio, ingeniera química y máster en Ingeniería de los Procesos Biotecnológicos.

La proposición fue hacer la tesis acerca de la puesta en marcha de un fermentador de fibra hueca, tecnología con la que se escalaría la producción de la EPO. Día tras día la encomienda la cautivó y, en septiembre de ese mismo año, tras graduarse, se quedó a trabajar en el CIM.

“Estuve vinculada con la EPO desde las primeras corridas que se hicieron en biorreactores, las cuales empiezan con la inoculación de las celulitas en estos, donde se les alimentan con medios de cultivo y oxígeno para que puedan reproducirse, crecer, y expresar lo deseado, en este caso la proteína de interés, la eritropoyetina”.

Para Jania constituye un orgullo haber manipulado la primera célula epitelial de ovario de hamster chino (CHO, por sus siglas en inglés), que no produce naturalmente la mencionada proteína, sino lo hace a partir de que se le inserta el gen de esta en su ADN. “Uno de los retos era tratar de que cada una de las células creciera y expresara más cantidad de producto, lo cual redundaría en más economía”.

Y la producción logró echarse adelante en los fermentadores de fibra hueca. Se trata de una tecnología que trabaja en continuo y perfusión, y el control de proceso es más complicado, pues hay que ir aumentando la cantidad de celulitas en los reactores.
Tenía como ventaja que reducía el tiempo, pero también poseía limitaciones.

“La primera, es que utilizamos lo que se llama la caja negra, y no se sabía qué pasaba dentro de esos cartuchos donde las células llegaban a alcanzar densidades de tejido. Al no poder muestrear en su interior, se desconocía cómo estaba la biomasa, y para tener ese conocimiento buscamos otras variables que indicaran el estado del cultivo”.

En eso consistió la tecnología. En lograr bancos celulares homogéneos, que tuvieran todas las características y pudieran llevarse a una producción industrial; además de establecer el clon, es decir, que la línea expresara establemente y con larga duración, para que fuera robusta y posible de escalar.

“La EPO marchó con muy buen paso -confirma Jania Suárez-. No hubo un momento en el que tuviéramos que empezar de nuevo porque algo había fallado; el gran problema del proceso fue que los biorreactores empezaron a venir con deficiencia, y para resolverla hicimos incluso innovaciones. De hecho, esto aceleró el paso a otra tecnología, hacia la que íbamos a transitar de todas maneras, porque la que usábamos también tenía limitaciones para fabricar cantidades superiores de producto”.

Según la ingeniera, aquellos fueron cinco años de trabajo arduo, de ir hasta de madrugada al CIM, porque a cualquier hora de la noche la llamaban los operadores que se quedaban para monitorear los parámetros de las corridas. “A veces me decían: ‘el oxígeno bajó. Está dando una alarma, qué hacemos’. Esa gente tenía que cuidar las corridas como la niña de sus ojos, pues como se trabajaba con un sistema biológico, vivo, había que evitar que se afectara el cultivo y hasta perderlo”.

A esta mujer, que en 2009 asumió la dirección de Desarrollo de Tecnologías, y ahora cumple misión en China, le impactó del CIM que cuando la EPO estuvo casi a punto de obtenerse, la condición siempre fue beneficiar primero a los pacientes cubanos, y después  comercializar y exportar.

En tres años, un tiempo que Ernesto Chico considera extraordinariamente rápido para este tipo de producción, se logró una EPO que cumplía todas las especificaciones de calidad exigidas por el Centro Estatal para el Control de la Calidad de los Medicamentos (Cecmed), agencia reguladora cubana. En el primer año se logró fabricar unos 30 mil viales -en alrededor de 15 dólares el bulbo, o sea, mucho menos que los importados- y, al menos, un10 por ciento de los enfermos cubanos ya podía beneficiarse del fármaco.

El escenario para realizar los primeros ensayos clínicos Fase I y II estuvo listo entre 1997 y 1998. “Sus objetivos principales eran comprobar la seguridad del medicamento, y evaluar los parámetros de farmacodinamia, mecanismos de acción del fármaco en el ser humano”, comenta la doctora Patricia Piedra Sierra, especialista de segundo grado en Farmacología, quien ha conducido todas esas investigaciones.

En tales estudios, efectuados en el Centro de Investigaciones Médico Quirúrgicas (Cimeq) y el Instituto Nacional de Nefrología, adicionalmente se evaluó la farmacocinética de la EPO, es decir, los parámetros que explican las modificaciones a las cuales está sometida luego de administrarse al paciente.

“Estos ensayos nos permitieron concluir que el medicamento tenía un perfil de seguridad similar al reportado para otros existentes en el mercado”, asegura Patricia Piedra, al frente del Departamento de Gerencia Médica del área comercial (Cimab) del CIM. En abril de 1998 quedó registrado el ior EPOCIM, nombre comercial, y se autorizó distribuirlo, pues era una solución terapéutica no disponible en el país.


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Bárbara Avendaño

Marieta Cabrera

Se han publicado 1 comentarios


Lizek Bntez desde FB
 6/1/15 15:17

 Excelente

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