Es julio, es Santiago de Cuba, “no os asombréis”… En su anfiteatro urbano, con las montañas más altas del archipiélago como escenografía natural, la ciudad se desinhibe, se remueve, se desvela al compás de los tambores y la corneta china. Toma una jarra de cerveza contra el intenso calor, muestra la policromía de su gente, la sinfonía de la vida.
Es el carnaval que hace el milagro de fundirlo todo, de bordar con su contagiosa alegría los momentos difíciles. “Eso que se levanta, que viene. Eso que sacude la tierra, es el carnaval”, confesó una vez el inolvidable maestro Enrique Bonne (1926-2025), creador en 1961 del grupo más numeroso de la música popular cubana, Los tambores de Enrique Bonne.
Premio Nacional de Música en 2016, el compositor estuvo casi tres décadas al frente del desfile de una de los festejos más conocidos del país. El abanico trenzado que sostenía en sus manos, devino emblema, cetro y señal. Cuando lo movía, el carnaval se movía. En más de un tema, el festejo fue centro e inspiración de sus temas:
Si me dijeran que llegara el día
de que en Oriente muera el carnaval
tremendo lío formaría en Cuba
porque sin rumba yo no puedo estar
(“Si me faltara el carnaval”, Enrique Bonne)
Patrimonio Cultural de la Nación, el carnaval santiaguero es un carnaval de pueblo, de fiesta participativa, abierta, caminadora. Es su sello. También ha sido bautizado como “el rumbón mayor”. Trocha arriba y Martí abajo, la gente inunda-desanda, las principales arterias de la ciudad. Nunca ha sido un carnaval de lujo: el lujo es su atmósfera, es su tradición.
La doctora Olga Portuondo Zúñiga, Historiadora de la Ciudad de Santiago de Cuba, apunta que el carnaval contemporáneo es el resultado de “varias festividades profanas y religiosas que en el transcurso de decenios se entrecruzaron, rehicieron y agruparon en fechas específicas, tal y como hoy lo conocemos”.
“Hay que soplar fuerte”
Es difícil encontrar una imagen (una sola) que tipifique el carnaval santiaguero, entre tanto color, sudor, ardor; un lugar acaso entre La Placita, San Agustín y Los Hoyos. Todo en constante renuevo. En lo que parece haber unanimidad es en el hecho de que, si se fuera a resumir el sonido del carnaval, la corneta china ocuparía la cima.
Su primer intérprete no fue ningún improvisado, sino un músico de estudios, Juan Bautista Martínez. Se afirma que el hecho aconteció en 1915 en la barriada de El Tivolí, nombre que se debe a la huella francesa de su entorno. “Si desde el Tivolí no se ve el mar / puedes decir entonces que Santiago no existe”, escribió el poeta Waldo Leyva Portal.
“Lo primero que hay que tener para tocar la corneta china es buen ritmo y sentido de lo que es la música. El resto se trata de la embocadura que es diferente a otros instrumentos de viento. Para nosotros en la música cubana se hace un poco difícil sacar los bemoles, los sostenidos, los semitonos, con la corneta china. Hay que soplar fuerte, hay que buscar las notas con la capacidad de aire, independientemente de la afinación del instrumento”.
Quien habla con esa autoridad es toda una leyenda, Joaquín Emilio Solórzano Benítez, quien incluso ha creado un método para tocar el instrumento. Academia y práctica. Nació casi dentro de una conga, por la barriada de Alto Pino y desde 1974 hizo una carrera con la corneta china, que incluyó su inconfundible estilo en la conga de San Pedrito y en otras agrupaciones insignes del carnaval.
El estudio profundo del instrumento unido a su versatilidad musical, le ha permitido compartir con orquestas sinfónicas, recorrer mundo al lado de íconos como Eliades Ochoa y Compay Segundo, así como participar en discos y grabaciones. A sus 75 años se consagra como defensor del legado que representan Los tambores de Enrique Bonne, agrupación que dirige, e imparte sus experiencias como profesor de percusión del Conservatorio Esteban Salas en su ciudad natal.
Galardonado en 2017 con el Premio Memoria Viva que otorga el Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, cuando Joaquín habla hay que escuchar: “No hay que olvidar que la corneta china llegó en un momento crucial, que empezó a sustituir al rejuego de los solistas que decían algo y el coro que le contestaba, mientras arrollaban por las calles en el carnaval. La corneta se fue adueñando de la conga y le dio un matiz diferente. Hoy puede decirse que es un instrumento distintivo de Santiago de Cuba”.
Cuando suena la corneta china, cuando lo hace, la señal es inequívoca. Es un llamado a los vivos y a los muertos. No hay para más. Es julio, es Santiago, es el carnaval.
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