En Donald Trump no se puede confiar, como sucede en los casos de personajes que funcionan al compás de lo que se les ocurre para confirmar una imagen de “imprescindibles duros de la película”. Y una muestra de ello son los vaivenes del presidente de los norteamericanos con respecto a China.
Vale recordar que mucho clamó Trump durante su primera campaña electoral en favor de “terminar guerras imbéciles” y resolver entuertos globales de manera dialogada, y hasta entonces dio una sonada bienvenida a su homólogo chino Xi Jinping en su santuario particular de La Florida.
No obstante, al final puede catalogársele sin temor a equivocaciones como el mandatario gringo más inconsecuente, tarado y agresivo con respecto al gigante asiático, al que su administración ha convertido en uno de los “opositores” internacionales que deben ser zaheridos y derruidos.
No pocos observadores intentan explicar el asidero de la locura de Donald Trump contra China, y subrayan que el coloso asiático es tal vez el principal y más dinámico oponente a los intereses hegemonistas gringos a partir de su asombroso y raudo desarrollo económico y tecnológico.
Las empresas China, que hoy Washington hace todo por cercar y perjudicar, han marcado hitos únicos en no pocos campos estratégicos, y todo ello desmedra el monopolio que hasta hace poco gozaron sus similares norteamericanas.
China, por ejemplo, es puntera en la tecnología comunicacional 5G, y además suma logros autóctonos sustanciales en la conquista del espacio, las producciones de decenas de miles de bienes y servicios, y exporta como nadie a todas partes del orbe bajo términos justos, constructivos y de beneficio y apoyo mutuo con respecto a sus interlocutores.
Washington además se lanza a transitar otros caminos más espinosos y riesgosos en sus relaciones con China. Militarmente se esfuerza en un cerco contra al gigante asiático a través de una profusión de bases bélicas cercanas a sus fronteras, y en constantes maniobras y ejercicios de guerra a manera de pretendida “advertencia”.
Por demás, se inmiscuye abiertamente en los asuntos internos de Beijing fomentado movimientos y manifestaciones violentas en áreas sensibles como Hong Kong, integrada a la República Popular bajo el sabio principio de “un país, dos sistemas”.
Es conocido el programa de sanciones con que la Casa Blanca ha atacado a China por la ley de seguridad promulgada para su aplicación en la ex colonia británica, debido a que apunta contra las muchas actividades subversivas y separatistas que grupos occidentales de poder alientan y apoyan para crear dificultades internas al coloso asiático.
En el terreno mediático, y en las últimas semanas, hemos asistido al absurdo empeño de acusar a China de haber inundado el mundo con la COVID-19, junto a la recurrencia de importantes cargos gringos en el intento de demonizar a los líderes chinos y al rumbo acelerado del país.
Analistas citan en ese sentido como “entre finales de junio y finales de julio, los miembros del gabinete de Trump compitieron en una retórica antichina”.
Así, el director del FBI, Christopher Wray, describió al presidente Xi Jinping como el sucesor del líder soviético Joseh Stalin.
Por su parte, el secretario de Estado Mike Pompeo llamó a sus aliados para que tomaran nota de la ideología marxista-leninista “en bancarrota” del líder de China y el deseo de “hegemonía global” que la acompaña.
Frente a todo ello, Beijing, sin dejar de apelar a la cordura en primera instancia, ha conminado a la administración gringa a respetar los preceptos vitales de la convivencia internacional, a la vez que responde con firmeza en el terreno práctico a las provocaciones bélicas, los programas subversivos, y la hostilidad económica facturados desde la Casa Blanca.
A la vez, gana permanentes espacios en el resto del planeta como un socio confiable, seguro, respetuoso, solidario, y defensor de un orden global multilateral.
Javier Hernández Fernández
29/8/20 1:29
China no puede aceptar chantajes
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