Y justo ese es uno de los puntales que da fuerza al concepto de Cooperación Sur-Sur que cada 12 de septiembre la Organización de Naciones Unidas rememora desde 1978, cuando quedó orgánicamente en funciones a escala planetaria.
Es un razonamiento bien simple y lógico. Las naciones empobrecidas y subdesarrolladas no solo deben reclamar y batallar porque se les haga justicia económica histórica, o porque se establezcan relaciones de intercambio verdaderamente justas en ese mismo escenario.
Ellas pueden además completar con éxito tan loables gestiones acudiendo al esfuerzo propio y en concierto absoluto, de manera de avanzar todo lo posible por sí mismas.
El asunto es sacarse de la mente el paralizante esquema de que solo el apoyo externo de los poderosos y de los organismos globales asegura el camino del bienestar, por justa y sabia que resulte esa variante, para explorar entre nosotros las incuestionables potencialidades susceptibles de ser compartidas con éxito a manera de fuerte complemento a todo lo demás.
Así, en sus consideraciones sobre el asunto, la propia ONU destaca la cooperación Sur-Sur “como elemento importante de la colaboración internacional para el desarrollo, ya que ofrece oportunidades viables para que los países en desarrollo y los países de economía en transición alcancen individual y colectivamente el crecimiento económico sostenido y el desarrollo sostenible”.
El máximo organismo mundial fundamenta que “los países en desarrollo tienen la responsabilidad primordial de promover y realizar la cooperación Sur-Sur, que no reemplazaría la cooperación Norte-Sur, sino que la complementaría, y reiterando en este contexto la necesidad de que la comunidad internacional apoye los esfuerzos de los países en desarrollo para ampliarla”.
Asentados entonces estos pilares, queda a nuestras naciones el estudio e implementación de tales lazos entre los miembros de un mismo conglomerado con similares retos, peligros, y oponentes.
Cuba, por ejemplo, ha sido desde siempre no solo un impulsor de la política de solidaridad e intercambio mutuamente beneficioso con los restantes pueblos del titulado Tercer Mundo, sino que de manera concreta ha ejercido y ejerce tan sensible principio.
Son millones los ciudadanos de todas las latitudes subdesarrolladas los que han contado con el sistemático apoyo médico y sanitario de la Isla más allá de momentos de urgencia, como el impuesto hoy por la pandemia de la COVID-19.
Especialistas cubanos en educación, deporte, agricultura, industria, trasporte, energía, construcción y otras muchas disciplinas acumulan decenios de trabajo en numerosas naciones del Sur subdesarrollado, bien entrenando a sus pares foráneos, bien en el trabajo directo de creación de bienes y servicios claves de todo tipo, y realmente la historia es ya bien larga como para poder abordarla toda en apenas unas líneas.
La Isla además ha recibido y recibe en sus centros docentes a decenas de miles de estudiantes tercermundistas para promover en sus respectivas patrias una fuerza científica y de trabajo altamente calificada desde el punto de vista profesional y ético, y no es nada reacia a compartir con sus pares sus logros científico-técnicos, que considera patrimonio de todos los seres humanos.
No obstante, todavía hay mucho que hacer en esa materia, de manera que los hoy más aventajados del planeta sigan el ejemplo de colaboración internacional equilibrada de naciones como China o Rusia, y para que entre los beneficiarios lo recibido ande por los cursos válidos, y el empeño por unir esfuerzos a nuestro nivel no quede como una frase de ocasión o un adorno retórico entre la montaña de documentos inválidos que ya acumula nuestra civilización.
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