Alguien dijo una vez que en materia de enredos políticos lo primero que hay que preguntarse es a quién benefician.
Y algo de eso está sucediendo con el episodio del presunto envenenamiento con un tóxico de procedencia rusa de Alexey Navalny, un opositor a las autoridades de Moscú posteriormente hospitalizado en Alemania.
Las historias de alguna prensa occidental indican que Navalny enfermó seriamente durante un vuelo desde la ciudad siberiana de Tomsk el mes pasado.
Los especialistas rusos que le atendieron no encontraron muestras de un atentado con el uso de tóxicos nerviosos, y finalmente el Kremlin autorizó su traslado a suelo germano.
Solo que una vez en Alemania, y a partir —se dice— de un informe de un laboratorio especial de las Fuerzas Armadas locales, se determinó como “verdad absoluta” que Navalny fue intoxicado con el preparado de rótulo novichok.
De inmediato se han disparado las “denuncias” demonizadoras contra las autoridades rusas, y hasta se habla de elevar el caso a las instancias internacionales ocupadas de las armas químicas, mientras se parecen instrumentar posibles sanciones a escala de las naciones de la Unión Europea ante “tamaño acto de venganza política”.
Rusia ha reiterado oficialmente que no encontró evidencia alguna que avale los fundamentos de semejante ataque en su contra, y resalta el hecho de que este incidente apunta a tensar las relaciones intraeuropeas casi a las puertas de la apertura del gasoducto Nord Stream 2 que va desde el suelo ruso a territorio de Alemania y tendrá un importante efecto en el aumento del trasiego energético entre ambas partes.
Proyecto, dicho sea de paso, que ha provocado la airada reacción y hasta sanciones del Washington de Donald Trump contra sus aliados del Viejo Continente involucrados en esa operación gasífera.
Todo, porque la Casa Blanca aspira no solo a frustrar una importante operación comercial que beneficia entre otros socios a Moscú, sino porque aspira a que Europa Occidental supla sus necesidades de gas y petróleo embarcándolos desde los Estados Unidos.
De manera que para no pocos analistas, el caso Navalny tiene fuertes trazas de una suerte de “operación encubierta” orquestada por los principales interesados en perjudicar a Rusia y a la vez recolocar a ciertas naciones de Europa Occidental en un círculo más estrecho de obediencia y dependencia con respecto a la primera potencia capitalista.
Para las mismas fuentes la pregunta es la misma: ¿qué gana Moscú con atentados políticos que a la corta o a la larga perjudiquen su política básica de multilateralidad internacional?
¿Cabe además en alguna lógica que el Kremlin haya accedido sin reservas a remitir a la presunta víctima hacia Alemania a sabiendas de que, de ser culpable de envenenamiento, sería descubierto mediante un simple análisis de laboratorio?
Y si para algunos estas interrogantes no son suficientes, que repase la lista de “operaciones secretas” de las cuales se ha valido Washington a lo largo de su historia para “justificar” sanciones y hasta guerras interminables, desde la intencional voladura del Maine para apoderarse de los restos del vetusto imperio español a fines del siglo XIX, hasta la “requisa de armas de destrucción masiva” en Iraq que todavía no han sido mostradas, ni por los impulsores ni por los continuadores de la intervención armada gringa en Oriente Medio y Asia Central.
De todas maneras, y a pesar de declaraciones y solicitudes más o menos públicas sobre este controvertido episodio, algunos políticos eurooccidentales se inclinan a pensar que “si la UE llega a un acuerdo sobre posibles sanciones a Rusia, es probable que estás se restrinjan a personas u organizaciones de inteligencia, limitando así el impacto en la economía en general y en el aspecto monetario”.
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