El Departamento norteamericano de comercio refirió hace días que la economía nacional retrocedió 4,8 por ciento de enero a marzo de este año, poniendo así fin al relativo repunte precedente que Donald Trump intentaba aprovechar con fines electoreros.
Se trata de una de las consecuencias de que los Estados Unidos resulte hoy el epicentro de la pandemia de la COVID-19, ronda el millón y medio de contagiados y los 80 000 decesos.
Un episodio, este último, producto de la desatención por la Oficina Oval de las muchas y adelantadas advertencias que recibió con relación a los peligros que representaba la llegada del nuevo coronavirus a la primera potencia capitalista.
Por demás, como ya vimos, una economía en baja es una mala nota para Trump a las puertas de las posibles elecciones de noviembre, de ahí que movilizando los irracionales resortes de “libertad individual”, “ vuelta al trabajo”, “ fuerza económica para volver a ser grandes” y “COVID-19 en baja”, pretende hacer presión social para la total “apertura del país” aún en medio de la pandemia, dejando que ese trauma se resuelva por pura y retorcida “selección natural” o por el titulado “método del rebaño”, que apuntan a que sobreviva el más apto e irremediablemente sucumba el menos resistente.
La otra arista es buscar culpables ajenos, despotricando sobre la “culpabilidad de China” en la mundialización de la COVID-19, justo la potencia que en unos pocos decenios ya ha sobrepasado los números económicos acumulados por siglos de capitalismo, y que Washington estima entre los más “encarnizados rivales” de sus planes hegemonistas.
Pero si Trump mal maneja la irrupción y avance del nuevo coronavirus en su propio patio, tampoco se muestra hábil con el tema de la economía doméstica.
Dice haber instituido una “ayuda” para los más de treinta millones de estadounidenses y las pequeñas empresas que están hoy inactivos, pero ciertamente (como ya ha ocurrido más de una vez) donde van las grandes bolsas del presupuesto es a las cajas fuertes de aquellos grupos que el sistema considera los “verdaderos pilares” del país.
Así, por ejemplo, el influyente sector petrolero, los grandes financistas y otros superconsorcios, deben agradecer a la COVID-19 los sustanciosos “subsidios por pérdidas” que hoy se les otorgan como pretendida garantía de que el nivel de las malas aguas no les alcanzará.
Mientras, en otros sectores como el monstruo cárnico estadounidense, los empleados, en su mayoría inmigrantes, deben trabajar incluso contagiados, hacinados hombro con hombro, y hasta hace poco sin medios de protección elementales, a la vez que por disposición gubernamental los dueños “lograron imprimir más velocidad a las líneas productivas” y por tanto elevar el rigor de la jornada y “los riesgos de cortes, quemaduras o mutilación en dedos y manos”, según denuncias de entidades humanitarias locales.
Con todo, el panorama no es halagador ni mucho menos. Expertos como Kevin Hassett, asesor económico de la Casa Blanca, admitieron que “la situación podría ser peor en el segundo trimestre del año, periodo en que la economía se contraerá entre un 20 veinte y un 30 por ciento”. Señales que, al decir de otras fuentes, remiten el futuro inmediato a la Gran Depresión de 1929 y los años 30 del pasado siglo.
Por otra parte, hacia el Oriente, y a pesar de la sarta de insultos de marca gringa en su contra, se informó que “el superávit comercial de China con Estados Unidos se situó en casi 23 mil millones de dólares en el recién concluido mes de abril, “superior al superávit de 15 mil 330 millones de dólares registrado en marzo”.
Así, en los primeros cuatro meses del año, el débito gringo en su intercambio con el gigante asiático sumó casi 63 mil 700 millones de dólares, razones por las cuales, al decir de la agencia británica Reuters, “el presidente Trump ha enturbiado aún más las perspectivas del comercio internacional al lanzar una iniciativa para sacar de China las cadenas de suministro mundiales y anunciar que estudia nuevos aranceles para castigar a Beijing por su gestión del brote de coronavirus”.
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