Llegado por estos días a Moscú, uno de los aliados fundamentales del pueblo sirio en su lucha contra la agresión terrorista y hegemonista, el diplomático Geir Pedersen, enviado especial de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para Siria, fue impuesto del reiterado rechazo del Kremlin a las inamovibles sanciones de Washington contra esa nación del Levante.
En entrevista con el canciller ruso, Serguei Labrov, y luego con el ministro de defensa Serguéi Shoigu, el visitante escuchó los pareceres de ambos altos cargos en torno a como tales actos agresivos obstaculizan un final negociado de la guerra impuesta a Siria desde hace casi una década, sabotean el retorno de los refugiados a sus lugares de origen, crean caos alimentario y sanitario, y favorecen la pervivencia de los grupos terroristas.
El Kremlin afirmó textualmente que las sanciones externas tienen una costosa repercusión negativa que se traduce en “violaciones de la soberanía de Siria, ocupación y saqueo de sus riquezas naturales (el petróleo que ilegalmente Washington trafica desde los pozos locales que se ha tomado militarmente), y restricciones respecto a un combate nacional efectivo con respecto a la pandemia del nuevo coronavirus, causante de la COVID-19.”
Según fuentes rusas, el país árabe ha enfrentado más de veinte tandas de sanciones impuestas por los Estados Unidos y otros países occidentales y, entre las más recientes figura la Ley César, aprobada en diciembre de 2019 por el Congreso y el presidente Donald Trump, una de las más severas medidas coercitivas contra un pueblo que sufre una guerra catastrófica impuesta por quienes precisamente le cercan.”
Vale recordar en ese sentido que desde mayo de 2004, las autoridades gringas decretaron la “emergencia nacional” contra Damasco, al que acusaron de promover la inestabilidad en Oriente Medio, y por tanto merecedor de toda suerte de ataques y medidas coercitivas.
Esa “demanda” ha sido otro asidero para remitir tropas a suelo sirio de manera ilegal, apoyar a grupos pretendidamente “opositores”, aliarse a contingentes de terroristas islámicos, y coaligarse con la OTAN, el sionismo israelí y regímenes locales afines, para desmenuzar a Siria al igual que sucedió con Libia, Iraq y Afganistán.
El presidente Trump, acervo retrógrado y prepotente político, no ha dejado de reactivar en sus años de gobierno la titulada “emergencia nacional” para proseguir la hostilidad hacia Siria, aún en medio de la pandemia de la Covid 19, que encuentra entre las ruinas y las carencias provocadas por los episodios militares, terreno fértil para cebarse en la población civil, aun cuando numerosos países y gobiernos coinciden en calificar esa actitud como un “crimen de lesa humanidad”.
Por lo pronto, en el caso del enviado especial de la ONU para Siria, corroboró su apego al diálogo y la negociación como instrumentos para lograr una solución pronta al drama impuesto a la nación levantina.
En Moscú, el funcionario internacional informó además al Kremlin de la reciente de la tercera ronda realizada en Ginebra entre Damasco y grupos políticos internos para la redacción de una nueva Carta Magna nacional, proceso que –dijo- muestra pasos alentadores aun cuando falta mucho por recorrer.
No obstante, sigue siendo evidente que del otro lado, entre Washington y sus aliados de diferente talante, la opción por la violencia no ha cedido espacio, y la apuesta por la destrucción de Siria mantiene vigencia, aunque bien raída a estas alturas del conflicto.
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