¡Ahora!

Si no has leído el sumario, te invito a hacerlo. No sé de dónde es ese refrán, pero me encanta, porque es muy cierto que algunas decisiones importantes las posponemos demasiado y terminamos sin opciones para vivir la mejor experiencia, ¡y luego culpamos al destino de nuestra malísima suerte!

Nos pasa en el amor, indudablemente, y nos pasa también con la familia, las personas del barrio, en el trabajo y, peor aún, con nuestras propias ilusiones y necesidades personales.

Pasa con lo bueno que planeamos, con los deberes a la larga ineludibles y con esos fastidiosos conflictos que sufrimos largo tiempo por no darles la cara de una buena vez, simples incordias cuya solución dilatamos y les damos poder para robarnos nuestra paz mental y ambiental, hasta que nos aclimatamos… o nos aclimorimos.

Como esta es época de nombrarlo todo, a esa costumbre de retardar lo importante y enredarse en cosas menos urgentes o trascendentales se le llama procastinar. Para mí el nombrecito es tan feo como el fenómeno que revela, por muy latino que sea su abolengo, pero reconozco que es más impactante que postergar, diferir o evadir, eufemísticamente manipulados en el castellano común, y tal vez más técnico, pero no más ilustrativo que metáforas como dar largas, dejar para nunca, estirar más que un chicle…

 ¿A que ya identificaste varias áreas de tu vida en las que procastinas a menudo? Yo también. Y Jorge. Basta alzar la vista para chocar con decenas de ejemplos: tareas hogareñas, hábitos no saludables, proyectos hermosísimos que flotan en la nebulosa de nuestros deseos, pero nos da pereza formularlos seriamente y destinar la cuota de tiempo y energía que precisan para arrancar y hacerse felizmente sostenibles.

Y fíjense que muchas veces esa combinación de tiempo y energía que supuestamente nos falta la malgastamos en dudar, en planear una y mil veces lo mismo, en potenciar el error que desmoviliza, y ese improductivo ejercicio lo depositamos en el banco de las promesas incumplidas, ese que lleva a la peor de las inflaciones emocionales: la incoherencia entre nuestras capacidades reales y el compromiso hacia lo que nombramos importante en nuestras vidas, pero no le damos oportunidad para que en verdad lo sea.

El colmo es que esa fea manía tiene su propia forma verbal, conjugada en dos tiempos: “Hay que…” para despersonalizar el futuro (sin complementos de quién o cuándo) y “Si yo hubiera…” para culpabilizar al pasado. Miles de veces brincamos de una a otra fórmula sin aterrizar en el minuto actual, único espacio para materializar nuestros buenos impulsos.

Al mal paso dale prisa, dice otro refrán. Y yo digo que al buen paso también, porque el Sol sale para todo el mundo, pero no se detiene a esperar por el “Buenos días” de los más dormilones.

Cuando te das cuenta de la trampa evasiva y haces algo para desarmarla, algo definitivo, productivo, que te acerque a la meta soñada, tu corazón aligera su ritmo, tus células rejuvenecen de puro goce y tu espíritu desata su creatividad, como un niño que descubre el significado de la palabra responsable, y asume con natural intuición que está creciendo.

¿Quién no lo sabe? En la vida no hay mejor tiempo que el presente, y ese comienza con un largo suspiro, una mano que se extiende dispuesta a transformar y un susurro feliz que anima a todo el ser a actuar: ¡Ahora, ahora, ahora!