Mi Barbarroja anda por Praga. Fue a participar en un evento de la universidad, muy cerca del ático donde soñé su llegada tantas veces, hace más de 30 años…
Pudiera decirse que junto al río Vltava lo “diseñé” epigenéticamente, y cada vez es mayor su parecido a quien pudo ser su padre biológico, ¡pero no lo es!, para asombro de quienes me conocieron entonces y conocen al “niño” ahora.
La cercanía no es sólo física, que conste: se le parece en carácter, inteligencia, modales, sonrisas y experiencias vitales, como esa de recibir los 26 años mientras crecía profesionalmente en la vieja Europa, pensando más en inglés que en su propio idioma.
En Praga confirmé su futuro nombre y casi le escogí su carrera, en honor a uno de mis mejores amigos de entonces, un joven cariñoso y malcriador, como su esposa. Y como mi hijo, con una paciencia equivalente a la infinitud del átomo que sólo los de su especie logran entender.
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¿Qué habrá sido de la hija de aquel matrimonio, la pequeña de ojazos dulces que me enseñó a hablar el checo necesario para sobrevivir casi sola por largas temporadas, y a disfrutar zmrlna de pistachos en un simpático barquillo acaramelado, a pesar del frío y las narices tupidas?
Cosa poco usual, al Davo le escribo por estos días sin respetar la diferencia horaria, le pido fotos de los lugares que visita y lo conmino a hacer cosas que soñé repetir… o repetí en sueños, para ser más exacta.
En una tienda de muñecos a poca distancia de donde su equipo eligió dormir estos días, compré en 1993 el gnomo tocayo de mi futuro bebé, y con él hice muchas prácticas para colocar pañales, mientras jugaba a las mamás con mi cómplice de cuatro años, yo más cerca que ella de serlo, pero no tan de inmediato como me hubiera gustado.
Ya sé que suena raro eso de que tu hijo se parezca más a tu primer gran amor que a su progenitor, pero no es un invento mío. Lo investigué en diversas ciencias, he conocido otros casos, y aunque no queda claro cómo la madre guarda “el molde” y lo llena a su aire con el nuevo material genético recibido, el caso es que funciona a las mil maravillas.
Puede dar fe de eso la amiga MaryD, cuyo hijo tiene un parecido pasmoso con su novio del primer año de la carrera, cuando estudiaba en Rusia, 16 años antes de su paritorio, así que no hay casualidad.
Creo que ni ella misma lo había razonado mucho, hasta que me cayó en las manos una foto del susodicho, y al confrontarla con el joven formé tanto revuelo que hasta él mismo se asombró.
Círculos epigenéticos… ¿Cómo funcionan? ¿Se pueden intencionar? ¿Puede pasar de una generación a otra…? Nada de eso les puedo responder, a riesgo de convertir esta crónica en una densa clase de bioquímica molecular o de conocimiento védico, cada día más respaldado por la Cuántica.
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Pero funciona, ¡eh! De eso no tengo dudas. La ciencia milenaria tiene muchas respuestas a preguntas modernas, como lo que nos compartió Alain en el grupo hace poco sobre la conexión invisible por muchos años entre desconocidos tras una simple descarga sexual…
¡¿Cómo así?! Pues sí. En los hilos invisibles de la energía de la vida (esos que mi hijo estudia, aunque luego se ríe de mí por tener fe en su existencia), cada persona que llega a tu espacio íntimo deja un nudo especial, una clave para abrir puertas, cerrar círculos, completar historias…
Todas y cada una traen algo para ti: trazas de una valiosa información conservada en una “nube” sutil (la que inspiró la internet menos abstracta que bien conocemos) donde todos fuimos ondas miles de veces, y a la cual accedemos en meditación profunda, o en alguna epifanía, o en un orgasmo de esos que se sienten hasta en la punta de los dedos, activados como un puntero electrónico para guiar una presentación de Power Point.
No los voy a enredar más… Mi bebo anda por las calles donde lo imaginé por primera vez, se sienta en una pivnice a disfrutar mi cerveza favorita y ha dejado crecer su barba roja, que me encanta, herencia de algún ancestro escurridizo a mi investigación genealógica de cuatro generaciones atrás.
Ya con eso soy feliz, muy feliz… y espero que me perdonen, a lo Silvio, todos los muertos causantes de tanta felicidad.
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