Este domingo decidimos pasarlo con los “niños” en su nuevo hogar, para degustar un poco la sazón de mi hijo, la vivacidad de mi nuera y la enorme ternura de Enzo, el verdadero anfitrión de la elegante casa que cuidan mientras sus dueños se realizan profesionalmente en otras latitudes.
No soy una suegra metiche, pero disfruto, de vez en cuando, asistir al florecimiento de ese maravilloso ser en quien invertí los mejores años de mi vida, y comprobar de cerquita los buenos frutos de la crianza positiva, en la que puse mi fe hace 26 años, sin arrepentirme ni un solo día desde entonces.
Un lustro atrás, cuando esas criaturas tan dispares se juntaron en los jardines del InsTEC, nadie hubiera apostado a la permanencia de su relación ni los hubiera creído capaces de madurar tan pronto, tan bien, tan unidos… al punto de trabajar ambos de profesores en la misma facultad donde abrieron la verja de la adultez en tiempos bien difíciles.
Como madre, y como estudiosa de la naturaleza del amor, me divierte verlos interactuar en cosas simples de su cotidianidad, y me reconfortan las estrategias que desarrollaron para una convivencia efectiva, con libertad para satisfacer gustos personales, cooperación en todas las tareas y respeto, salpicado de cariñosas bromas y retos.
La locuacidad de ella es respaldada por la tímida sonrisa de él, el brillo de admiración mutua alimenta la pasión que ponen en su desarrollo académico, y la suerte que han labrado juntos casi parece una historia anacrónica, de cuentos de hadas, pero alejada de banalidades, desarraigo o quejumbre.
¿Cómo han logrado construir un vínculo que mira al futuro con tanto optimismo, a pesar de las necesarias etapas de ajuste, las obligaciones adquiridas, las separaciones que se avecinan para sacar sus respectivos doctorados o cuidar de sus viejos?
Se llama resiliencia, y no es algo que los padres podamos comprar en Revolico, con envoltorio de brillo o rebajas de fin de año. No es joya que se pula en lecho de oro, alejada de frustraciones y dolorosas rozaduras; ni don que brote, como por arte de magia, al montar un avión o cruzar selvas.
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De hecho, ese regalo no tiene precio ni abolengo de marcas, no se produce en serie ni se programa con Inteligencia Artificial, aunque sí ofrece constantes actualizaciones y parches a partir de los propios errores y aciertos, y en los modelos buenos, un poco también a partir de la experiencia ajena, el diálogo y la empatía.
Resiliencia, asertividad, amor propio y por alguien a tu altura… Esas son semillas poderosas, con tanta energía como las partículas que modelan en su carrera, y tanta fortaleza como las fórmulas que desarrollan para preparar sus clases.
Pero no fructifican sin paciencia, sin espacio propio, sin reverencias a su individualidad y límites sanos desde que empiezan a balbucear deseos. Son recursos entrenables, y la buena educación pesa más que el linaje para conquistarlos.
Necesitan nutrirse con disciplina, humor, curiosidad, respuestas oportunas, ejemplo familiar, consejos… y con la seguridad que emana de una relación filial sin dependencias, sin reproches cuando ejerzan criterios y tomen el rumbo que les pertenece, como suele pasar desde que el mundo es mundo.
No me apena decir lo orgullosa que estoy por esos dos, criados sin más lujo que la libertad de pensar y reír a su aire y la oportunidad de explorar tierras y mares, además de calar a la gente desde su propia métrica.
Eso los igualó un buen día, y trazó el rumbo para ellos y nosotras, sus madres, frutos también de una generación sin precedente, dispuestas a aplaudir sus logros y acompañar sus tropiezos sin coartar elecciones de vida.
Para usar una medida familiar, una metáfora perruna, Yei y Davo cultivan un amor talla Enzo, y tienen en sí mismos todo lo necesario para ser felices, cualquiera sea la realidad material que los circunde.
¡Cuánta paz trae eso a la vida de una madre cumplida! Cuanta satisfacción tras dos décadas de desvelos, dudas, berrinches, privaciones voluntarias y resistencia ante el cuestionamiento de familiares y vecinos…
Menudo privilegio envejecer para verlos llegar a “grandes”, y confiar en sus decisiones como confiaron en las nuestras, desde el vientre, para empezar a florecer.
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