“¿Viste qué frío?”, dijo Jorge, y yo casi brinqué del susto. ¡Si él es la mata del calor! Empecé a observar su cara, sus gestos, sus movimientos corporales… Incluso toqué su nuca, por si la tos era algo más que alergia, y calculé ajustes en mi plan de trabajo por si tenía que llevarlo al médico…
Al minuto pensé: “¿Me estará tomando el pelo?”, porque de los dos, la friolenta soy yo, y si no estaba usando abrigo esa noche y él sí, algo raro estaba pasando.
Pero me llamé a capítulo: eso de poner la carreta delante de los bueyes es una vieja manía de mi mente analítica, que siempre anda buscando modelando escenarios para predecir qué nos deparará cualquier cambio de rutina.
Jorge, en cambio, es muy emocional en sus respuestas ante lo inesperado, en un rango que va desde la indiferencia escudada en audífonos hasta miradas penetrantes y lengua presta a crucificar. ¡Y hay de quien lo empuje al segundo extremo!, pero mi mayor pesadilla es verlo en ese estado que él llama “con el tubito de respirar”, porque entonces el mundo puede desmoronarse, que ya no responderá ni con un leve pestañazo.
Ah, pero si la persona o la situación le caen bien, prepárense para un baño de miel con risas, una ocurrencia detrás de la otra, un consejo paternalista y hasta una caricatura personal, en la más idílica de las conjunciones planetarias.
Con esas diferencias coexistimos hace cinco años. No llegamos al extremo de Booth y Bones en la serie Huesos, pero la dinámica anda más o menos por ahí: él nutre nuestras relaciones con su magnífico “don de gentes” y yo llevo cuentas, propongo itinerarios, diseño acciones y hasta calculo con quien me conviene explotar sus zalamerías, porque al que dios se dio…
Cuando hablamos de eso la primera vez —creo que preparando un taller de Sexualidad holística en Cienfuegos— Jorge hizo notar que esta película estaba doblemente al revés: si yo soy mujer y zurda, y él hombre y derecho, debería ser yo la emocional y él mi contraparte racionalista.
¿Qué había pasado entonces? Pues de todo, como imaginarán: la epigenética, los palos de la vida, los amores anteriores, las buenas experiencias, los estudios aplicados en casa…
Jorge es un niño grande, criado en casa, mimado entre mujeres y entrenado para comunicar desde la intuición. Para su fortuna (y la mía) mantuvo intacto su tierno corazón, que vino al mundo envuelto en suficiente altura y volumen como para que ningún gracioso intente hacerle bullying por expresar sus emociones con naturalidad.
Yo en cambio crecí libre, mataperreando con varones, lidiando con una discapacidad visual y una lateralidad cruzada que resultaban una ganga al lado de los problemas de mi hermano mayor; así que leía mucho, daba discursos para salir de apuros y filtraba el mundo para entender mi lugar en él, más allá de lo asignado por los adultos o lo asumido por mi anatomía.
Mientras en su casa santaclareña lo más fabuloso eran los relojes que reparaba la tía Miriam, con la que aprendió a ser cuidadoso y a venerar la puntualidad; en la mía rugían los motores que mi papá reinventaba y por doquier había planos donde mi mamá proyectaba sistemas hidráulicos para distribuir mejor el agua en el país.
Con esos referentes, en su cerebro floreció el don artístico, la memoria a través de la visión, la habilidad para los movimientos precisos y delicados. En el mío predominan las estrategias a largo plazo, el ensayo-error, la necesidad de idear soluciones, explicar todo en abstracto y explorar caminos… aunque las horas se me pasen y logre apenas la mitad de lo que me propongo cada día.
¿Qué cómo funciona esa disparidad en la intimidad? Pues funciona… Mejor o peor según el día, la luna, el ánimo de nuestras perras, los ruidos del vecindario, el aura de su querida suegra… (aura energética, aclaro).
A la larga aprendimos a complementarnos, a frenarnos e impulsarnos mutuamente, según requiera el momento. Cuando hace falta, ponemos el hacha vikinga sobre la mesa para llamar al voto familiar sobre asuntos de mayor vuelo, y si ninguno logra ver la parte de razón del otro, resolvemos el conflicto desde el humor y la ética, dos cosas que siempre tenemos en común, además del amor, que no ha mermado en estos 62 meses de prueba.
Por cierto, lo del frío aquella noche era pura estratagema: mientras rumiaba mi preocupación me abrazó un par de veces, y luego vi como quitaba la sobrecama de ambos lados, en franca invitación a reducir mi cuota de wasapeo y no conformarme con el diván de mi cuarto-estudio cuando podía solazarme con su reencontrado calorcito corporal…
teresa
2/12/21 18:03
Gracias por esta ocurrencia, periodista. Ahora entiendo porqué mi hijo y mi nuera se llevan bien a pesar de ser tan dispares. Yo sufro, la verdad, porque esperaba algo mejor para él, que es tan cariñoso, pero llevan once años juntos, han criado una hija hermosa y no puedo reprochar otra cosa que eso que usted cuenta: ella es muy analítica con todo y él es el bobo que llora hasta con los muñequitos que le pone a mi nieta. Tal vez con alguien más expresiva no huboera sido feliz, no cree?
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