“¡Compaaaadre! Con amigos como tú, ¿quién necesita enemigos?”, grita el señor a dos asientos del mío mientras se pone de pie y abraza al recién llegado en la pequeña sala de espera, atestada de clientes.
Ante la expresión de desagrado de la funcionaria a cargo del buró, y la atención nada discreta del aburrido público, ambos deciden salir al estrecho pasillo para dialogar, no en voz baja, pero al menos sin tanta demostración de ¿afectos?
Hablan de la familia, el trabajo, los negocios fallidos (de ahí el reproche), y finalmente de lo que les hace coincidir en este recinto, a donde se viene cuando debes probar, papel mediante, que naciste, amaste, pariste o moriste… Tú y todas las generaciones anteriores, posteriores y colaterales, por así decir.
Uno de ellos perdió a “la pura” hace dos meses, el otro quiere tirar de los hilos ancestrales del viejo continente, pero la plata del viaje se la prestó a la mujer del amigo para una lavadora y aún nada de devolución. La broma-reclamo se pinta solita: “¿Ustedes están lavando mi dinero, o qué?”.
Cuando empiezo a perderle interés al diálogo y vuelvo mis ojos a la compra virtual de sellos de timbre (mi deporte favorito desde hace un par de meses, atrapada también en este asunto de la papelocracia), oigo al señor de atrás decir entre dientes “¡Tarrú…!” y me viro sobresaltada, a tiempo para notar su mirada de desprecio hacia los dos personajes sonrientes del pasillo.
Como no soy la única indiscreta, el viejo se siente apremiado ante los pares de ojos que suplican ¡cuente más!, y termina soltando lo que le mortifica de la situación: “A los dos los conozco: trabajaban en mi empresa, y la mujer del bajito también… Bueno, debería decir la mujer de los dos, porque serán muy socios, pero no se respetan ni un poquito. El otro era jefe y la llevaba super bien, difícil que el marido no se diera cuenta… ¿De verdad cree que el dinero es un préstamo?”.
Me espanta la facilidad con que el tipo despotrica de los otros casi en su cara sin medir consecuencias. Bastaría un comentario incómodo en voz alta para que se formara la gran guerra en aquel estrecho local. Además, si no es su problema, ¿con qué derecho ventila esas intimidades?, y con qué fin, pues no creo que aquellos dos agradezcan, bajo ninguna circunstancia, un testimonio tan fuera de lugar…
Ya con la mente puesta en esta crónica, y en el dibujo que Jorge adelantó sin saber, sacudo el avispero para entender su motivación para calumniar: “Señor, ¿y usted cómo sabe todos esos detalles? ¿También era amigo de esos dos?”.
¡Bingo! Por su tropelosa explicación en retirada voy entendiendo que sí era cercano, pero de la señora ausente, hasta que llegó el poderoso… y aún parece sentir una confusa mezcla de deseo y rencor. ¡Esa sí que sería una valiosa testimoniante para este intento de crónica de martes!
Oigo mi nombre y dejo atrás el cotorreo. Me acerco a la empleada y explico lo que necesito para probar mi derecho a herencia, más allá del sentido común, porque hasta la muerte de mis abuelos centenarios reclama la abogada.
Decide tirarme un hilo en ese laberíntico proceso, y va llenando solicitudes para el esquivo papeleo. ¿Estado civil?, pregunta, y ahí caigo en cuenta de que necesito pruebas de mi último divorcio. Tengo fecha y lugar, pero por mucho que me esfuerce no recuerdo el segundo apellido del susodicho.
De pronto entiendo por qué la cara del rencoroso indiscreto me parecía conocida: trabajaba en la misma área técnica de mi último ex formal, y ¡claro!, por cuentos de esa época, ya sé quién es la dueña de la centrífuga de hombres crédulos…
Llego a casa animada, cuento el suceso, y cuando confieso mi inexcusable olvido mi madre me justifica: “Bueno, mija, eso pasa… Estabas en el chisme y te quedaste en blanco…"
¡Blanco! Ese era el apellido que intentaba recordar minutos antes. ¿Cómo pude olvidar el legado de una suegra que sí conocí? Rápidamente paso lista: Fuentes, Turiño, Montero, Díaz… ¡uf! Hay como tres o cuatro abolengos perdidos en mi memoria ahora mismo, y con lo buenas que fueron conmigo, eso es casi pecado de ingratitud.
Por suerte la de ahora no se me ve a olvidar ¡ni loca! Ella puede ser buena gente, pero si la cuquean, ¡es de Armas tomar!
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