¡Aburrida estoy de oír que el amor entra por la cocina! Si eso fuera tan estricto a mí no me hubiera amado nadie porque en mi casa hay que atravesar tres habitaciones, un baño y un largo pasillo antes de llegar al área del fogón.
Para ir directo, Amor tendría que lanzarse en paracaídas en el patinejo o el patio central, y lo veo difícil porque el primero está enrejado y en el otro domina mi hermoso árbol de mangos bizcochuelos, que sí ha servido de anzuelo para pescar golosos, pero me queda claro que vienen por las frutas (también la prohibida), no por mis habilidades culinarias.
En fin, me precio de asegurar que esa regla tuvo muchas excepciones en mi vida, y cociné más éxitos sentimentales en la cama o el sofá de charlar que en la mesa del comedor.
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Claro que de muy joven intenté hacer algo digno para ganarme el cartelito de “Ya te puedes casar”, pero mi herencia en ese aspecto por el lado materno se rompió cuando mi abuela empezó a trabajar de muy niña para cuidar a su madre inválida, y luego quiso hacer de su hija una “señorita” de piano y francés, e impulsarla hasta la universidad.
O sea, vengo de una honrosa estirpe de mujeres fatales con los calderos, expertas en quemar hasta el agua para bañarse, como asevera (ya sin pesar) mi amado dibujante y chef doméstico.
Por el lado paterno sí hubo siempre buenas cocineras, pero eran más las ganas de criticar que de educar, así que al primer chillido de alerta recogía mis cheles, dejaba espacio a las primas y volvía a mis libros en el patio de la tía.
Total, si se me daba bien soñar con el Corsario Negro y 20 mil leguas de viaje submarino trepada en una rama del frondoso aguacate, ¿por qué no imaginarme en los salones de Versalles mientras ojeaba el libro de Nitza Villapol?
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Me honra decir que sé mucho del tema nutritivo y protocolar del papeo, incluso más que algunas mezcladoras compulsivas de condimentos para potajes, pero tengo un insalvable escollo con la frecuencia y la cantidad, según decía mi hijo, a quien le gusta cocinar y se le da bien (para enseñarlo sí tuve paciencia), pero tampoco le entusiasma todos los días.
Por ejemplo, yo disfrutaba mucho refugiarme en la cocina del embajador cubano cuando se hacían recepciones en Praga, y gracias a un checo medio chamuscado preparaba junto a la cocinera nativa dos docenas de picaditos espectaculares, dulces y salados, que no paraban de salir por varias horas. (Mejor eso que la tortura de estar en tacones en un jardín con pose diplomática… la amiga Martha lo sabe).
También me encanta —¡adoro!— preparar los menús de los cursos de El Arte de Vivir (como el retiro de Silencio que empieza este jueves) con comidas sanas y poco tradicionales, aunque eso implique pasarme el mes en compras al detalle por toda La Habana y sus jardines, y en la elaboración de jugos, quesos, yogures, pastas ¡y pestos! (picúo nombre, curioso sabor).
Conmigo cuenten si el “cocinao” es para muchos, por pocos días y con presupuesto amplio (sin derroches, que a ser una señora austera sí aprendí, con estrellitas y todo).
Una anécdota: cierto pretendiente me dijo un día en público que estaba loco por “probar mi sazón”, y yo de boba, creyendo que de sexo hablábamos, lo invité a casa en modo automático (el tipo estaba de comer y llevar, lo reconozco).
La visita no duró ni media hora. Se apareció poco antes del mediodía, dispuesto a “acompañarme” mientras le preparaba un suculento almuerzo que (en sus sueños) incluiría carne bien estofada, viandas, congrí, ensalada, postre y hasta cervezas… Para eso había avisado, ¿no?
No podía culparlo: si él había estado tan perdido en mi espalda que nunca entendió lo de vegetariana, feminista y pobre, tampoco yo subí los ojos de las bridas del pecho como para leer en sus ojos y ademanes su machismo altanero.
Ese día entendí por qué le decían “el creyente”, y desde ese día advertí a cualquiera que intentó colarse en mis sábanas que conmigo nadie se muere de aburrimiento, pero de hambre puede estar seguro que sí, a menos que les tenga maña a los sartenes… Y sí: también por eso Jorge es el hombre perfecto para mi vida.
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