“Tu hijo está escapa’o” es de las frases cubanísimas que más he escuchado en el último cuarto de siglo. Incluso meses antes, mientras era un bebito de brazos. Y aún más, cuando dentro del vientre seguía órdenes de movimiento y se alborotaba con la voz de su abuela materna, o con determinada música, o a la luz de una linterna.
Aquellos juegos de mamá primeriza, y luego la estimulación consciente de la edad prescolar, llevaron al Davo a ser quien es. El ADN influye, claro, pero sin la crianza adecuada, todos los dones permanecen dormidos o se malogran, como he visto más de una vez en la consejería de Senti2.
“Escapa’o” es aún el adjetivo para lo que la gente considera inusual, como empezar un doctorado en Física Nuclear con apenas 26 años y programar rutinas en un acelerador de partículas europeo. Créanme: más asombroso era verlo leer y escribir con tres años, o cacharrear una computadora (apenas empezaba el siglo), dominar reglas matemáticas y conocerse al dedillo todos los filósofos de la antigüedad, con sus respectivos aportes a la ciencia. Y por voluntad, que conste.
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También se “escapaba” del mundo común cuando armaba sus experimentos en el laboratorio que pidió a los reyes magos tras descubrir la química en las clases televisadas, o cuando hacía dulces encaramado en una banqueta, o me recordaba las reglas básicas del periodismo radial mientras estaba al aire, o leía mapas y usaba la línea del tiempo para ubicar hechos históricos e inventar paseos, o improvisaba rimas para engatusarme y no hacer las aburridas tareas escolares porque en multivisión ponían documentales que le aportaban más.
Genio, niño índigo, sabio encarnado… decían las amistades de diversos credos, y yo insistía en aclarar el mito: es sólo un niño estimulado, respetado en sus criterios, con un amoroso permiso para el ejercicio paulatino de su derecho a pensar, elegir, opinar, equivocarse, descubrir el mundo desde su propio ángulo…
¿Laboriosa esa crianza? Sí. Pero yo también crecí en ese tiempo como nunca, y me sentí segura en mi nuevo oficio de curiosa porque él me regalaba enfoques con esa inocencia de quien todo lo analiza e incorpora en sus saberes cotidianos.
Aquel “niño” que quiso saber el nombre del príncipe del castillo habanero y descubrió la ley de Arquímedes en la lanchita de Regla, me mandaba a los libros cuando dudaba de mis respuestas… hasta que llegó Encarta, y luego la Wikipedia, y pasé a ser yo la de las preguntas, que rarísima vez no me responde al instante, cualquiera sea el tema.
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Hoy el Davo cumplió 26 años. Por su propio crecimiento profesional está demasiado lejos de mi abrazo, pero esas ganitas las guardaré hasta las vacaciones. De cerca o de lejos, nos amamos sin sufrimiento ni reproches, porque ambos aprendimos a disfrutar un apego seguro, inquebrantable, y a confiar en el otro sin demostraciones constantes, respetando la lógica de cada elección personal, incluso en cuanto a parejas y estilos de convivencia.
¿Que alardeo mucho de mi hijo? ¡Pues claro! Es la prueba viviente de cuánto bien me hicieron aquellas clases de responsabilidad parental cuando apenas era un frijolito creciendo en mi barriga.
Desde entonces he dado infinidad de talleres de crianza positiva, y me gusta pensar que algunas familias se beneficiaron de esa experiencia. De hecho, serán muchas más si se concretan sueños de los que aún no quiero ni hablar.
Lo que sí puedo decirte es que el próximo taller será en Santa María del Rosario (sí, estoy enamorada de ese paraje y de su gente). Lo haremos con el proyecto Rosatur el segundo fin de semana de agosto y pueden venir padres y madres, de oficio o en potencia, de cualquier lado de la ciudad.
El único requisito es traer tus miedos, prejuicios, anécdotas y sueños: esos serán nuestra arcilla, y ojalá entre todos armemos un camino eficaz en este empeño de acompañar la vida de quienes nos alegran solo con existir.
A riesgo de sonar mediáticamente reiterativa, me aferro a esa frase tan veraz como manida: vale la pena.
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