¡Hoy es Halloween! Ya sé que en Cuba ese asunto no es tan sonado como en otros países de habla inglesa, pero como nos encanta copiar patrones, desde hace días escucho a las muchachas que recorren mi calle alborotar bastante con el asunto de los personajes que encarnarán en esta noche “de todos los santos, cuando, por extraña alegoría, se desaten todos los demonios burlones.
“Mucho trapo”, oigo decir a un chico, también de la cercana secundaria, y en rápido frenazo una de las aspirantes a brujas le responde: “Es Halloween, no Miss Universo… ¿qué te hizo pensar que andaríamos medio encueras?”.
Mientras desayunamos, mi madre asoma al balcón del patio en bata de dormir, aún sin peinar, y Jorge le regala un insulto cariñoso relacionado con su atuendo. Ella le saca la lengua, dispuesta a ripostar, pero ambos se enfocan en mi papá, que regresa del baño descalzo, con un vestido a medio poner y una licra mía de turbante (los sacó de la ropa sucia), no por el día festivo, sino para quitarse el frío.
Yo contemplo la dinámica de mis tres “adultos mayores”, y la escena me parece digna de Nueva Orleans, aunque con reguetón de fondo, para más locura (cortesía de la vecina, ya saben).
Viene a mi mente un amigo alemán, generalmente muy serio y recatado, a quien un día hice toda una disertación sobre la necesidad humana de soltar los convencionalismos un par de días al año, como mínimo, en circunstancias semi controladas, para no enloquecer.
Mucha energía sexual retenida, amordazada… muchas fantasías que necesitan fluir a través de bailes y disfraces… mucha estandarización del vestir, el moverse, el hablar, que la mayoría solo puede ignorar en jornadas carnavalescas como estas, le dije entonces.
¿Incluso en el Trópico?, me preguntó. Y sí: por acá somos divertidos, espontáneos, lujuriosos según él, pero el “lado malo” de la gente también se reprime, y necesita expresarse en absurdas mascaradas, teatralmente, para andar más livianos en el resto del año.
En esa cuerda, los planes de mi santaclareño para esta noche de disfraces no los tengo claros, pero hace días no encuentro mi hilo dental de encaje negro, y créanme que el espectáculo del mamut en hilo es fabuloso, asi que no me importaría un refrescante remake, si la imaginación no le da para más.
El asunto más grave es el de la calabaza. Ahí sí, el cocinero no transa. Y esa es una deuda sentimental desde que era muy niña, en el único Halloween familiar que recuerdo. Según mi mamá yo tenía apenas dos años, y sin embargo disfruté muchísimo aquel proceso de vaciarla, recortar ojos y boca y darles vidas con una vela de esas que duraban toda la noche, chisporroteando mientras los viejos hacían cuentos espeluznantes, de seres malévolos o fantasiosos, pero evitaban hablar de enfermos o necesidades.
Luego la tradición se adormeció, en casa y en Cuba, y en mi mundo infantil las calabazas dejaron de ser temibles veladores de brujas para convertirse en carrozas, que en estos tiempos serían marca Audi o Lamborghini, porque la última grandota que compré, para la crema del curso de El Arte de vivir, costó 900 pesos.
Ah, sí, no les dije: mi disfraz de esta noche será de sex-zombi. El maquillaje no es difícil porque llevo un montón de dias sin dormir, entre el trabajo y los cuidados del viejuco, y a menos que siga su mal ejemplo en cuanto a sacar ropa del cesto, la única bata que me queda para despues del baño es una anaranjada de sugerente transparencia, regalada por una linda amiga… junto con el susodicho hilo dental.
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