¡Qué fastidio! Tantas semanas planeando la Ruta de los Olores para este martes, extendida con el paseo por la Milla de Oro con la arquitecta Gisela, y el obstinado Ian decide aguarlo todo… ¡Literalmente!
Pero ese veleidoso organismo no va a contagiarme su depresión, menos esta semana que tengo compañía para la vigilia mientras recorre nuestra izquierda geográfica, porque el holguinero Rubén y la camagüeyana Taymi mantuvieron su viaje a La Habana, y así tengamos que sacar el agua a cubos, estos serán días festivos y cargados de espiritualidad.
Pueril optimismo, dirán algunos, pero en cuanto ceda la lluvia cruzaremos la bahía y nos regalaremos el esperado paseo por la Habana Vieja, para que los visitantes compartan con más wasaperos capitalinos y repasen la historia de la sexualidad con la ayuda sensorial de los negocios y museos de la calle Mercaderes.
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Recuerdo que en uno de esas rutas, el año pasado, una oyente de Oasis de Domingo incluyó a los ciclones en su lista de anafrodisiacos: es tanto el pavor que le inspiran, que no puede pensar en nada mientras Radio Reloj no anuncia su irreversible lejanía. Mucho menos en sexo, dice, aunque el marido pida alegría para el cuerpo en esas horas de húmedo enclaustramiento y terroríficos sonidos ambientales.
A otras personas la adrenalina le destapa el atávico instinto de perpetuar la especie, y mientras más bate el viento, más ánimo tienen para soltar fluidos y garantizar el futuro familiar.
¿No me creen? Busquen estadísticas de nacimientos 40 semanas después de las temporadas ciclónicas más activas en el Caribe en las últimas décadas y verán cuánto le deben las cigüeñas simbólicas a esos fenómenos que amenazan la vida. ¡Por no hablar de los partos que se adelantan cuando el cielo se desborda y hay cables o ramas obstruyendo el tráfico hacia el hospital!
Me encantaría surfear en mi archivo y dar cifras, para quienes precisan la evidencia y no la cháchara, pero aún me quedan varias macetas y tablas por bajar del techo y no debo ignorar el preticor que llega a mis narices, así que apuro los dedos para contar un par de historias huracanadas mientras paladeo un delicioso turrón de ajonjolí camagüeyano (un regalo de cumpleaños que no pudo esperar al 28 para ser devorado).
Durante varios años fui del equipo de cazahuracanes de Juventud Rebelde, pero mi mejor temporal, el más «natural», lo pasé en la playa cercana al hotel Tropicoco en agosto de 1993. La parte difícil fue compartir una diminuta casa de campaña con una pareja de amigos, y la más divertida, que ignorábamos el avance de la tormenta antes de montar nuestro campamento y decidir quedarnos toda la noche. De hecho, nos enteramos al otro día, cuando vinieron mi papá y una tía a comprobar si la ventolera no nos había arrastrado mar adentro.
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Pensarían que no logré dormir, pero sí: tras mojarme unos minutos para canalizar el agua alrededor de la tienda, y viendo que ni el viento ni la lluvia destrozarían mi recién estrenado hábitat de guerrilla, me acurruqué hasta el amanecer envuelta en una toalla y no me enteré de nada más.
Literalmente de nada más… ni siquiera de que mis compañeros de aventura habían hecho el amor a milímetros de mi espalda, despacio y en silencio como caracoles en el lecho del mar.
De saberlo no me hubiera sentido cómoda, obviamente… y sobre todo no hubiera salido con el primer sol a bañarme en una playa muy fría para darles el espacio y la privacidad que yo creí que necesitaban para completar la jornada.
Claro, eran jóvenes… pensaría cualquiera. Pero unos años después, en una primaria convertida en albergue temporal para población de zonas bajas de mi municipio durante el paso del ciclón Georges, me tocó ver ciertas zonas bajísimas de una pareja que me doblaba la edad.
Mis tareas como voluntaria eran repartir la merienda y verificar el estado de ánimo de los huéspedes, y estaba muy feliz con mi desempeño hasta que alumbré una espalda desnuda seguida de una cabeza que a las claras no pertenecía al mismo individuo.
Cualquiera se hubiera apartado discretamente o hubiera reído ante el irrebatible buen uso del inevitable mal tiempo, pero al hemisferio izquierdo de mi cerebro, apasionado fan de los rompecabezas, le dio por racionalizar la imagen y mantuve la luz enfocada en ellos más tiempo del debido, con lo que otros inquilinos se percataron del indecente numerito y respondieron de maneras disímiles.
La peor reacción fue la de una anciana del mismo núcleo familiar que los tembas entusiastas del 6 y el 9, quien se pasó el resto de la madrugada intentando abandonar el local, más asustada por la vergüenza con sus vecinos que por aquellas rachas superiores a 80 kilómetros por hora que se la hubieran llevado a bolina en un instante si lograba salir.
Pero tal vez era eso lo que la pobre necesitaba en ese instante, ¿no?
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