¡¿Indiscreta yooo?!

Esta crónica es una disculpa pública para mi compañero de aventuras, en el blog y en la vida. Así tiene que ser, porque este miércoles en Al desnudo lo hice sentir mal con una broma fuera de contexto, y no hay amor que avance si no remueve sus espinas.

Jorge es tan lindo que ni siquiera me lo reprochó, y hasta me justificó diciendo que el también hacía chistes pesados a costa de personas cercanas, pero yo quería que me tragara la tierra al segundo de que saliera al aire la insensible frase.

El día anterior había sido su cumpleaños y un montón de personas le habían escrito o llamado para llenarlo de elogios. ¿Cómo podía esperar de mí tamaña agresión, que para colmo no refleja la verdadera naturaleza de nuestras relaciones sentimentales y profesionales?    

El programa trataba sobre la fidelidad en sus múltiples expresiones y él está claro de que mis criterios son bastante más elásticos que los suyos, así que se sentó preparado para escuchar en la tele lo que tal vez otro hombre tradicionalista no aceptaría oír de su esposa ni en la privacidad del cuarto.

Sin embargo, no fue por ahí que vino mi imprudencia, sino por algo más pueril e innecesariamente cruel. Y pudiera decir que no lo dije en serio ni estaba oficialmente en cámara, o que tocaba al editor discernir con empatía y ahorrarme esos dos segundos de malevolencia… pero no gano nada con reprochar a otros: es a mí a quien corresponde ser responsable con mis palabras todo el tiempo, en el set, en la calle, en la intimidad, en la vida…

Esa es la lección que me deja este contratiempo, la revelación que intento compartir con ustedes, porque todos probablemente se arrepientan de haber herido a alguien alguna vez con un comentario fuera de lugar, y descubrieron muy tarde que la vida no tiene control Z.

¿Quién no ha caído en el pecado de emitir una crítica superficial e innecesaria, de frente o a espaldas de la persona aludida? La indiscreción es un acto de incoherencia bastante frecuente, y aunque no responde a malas intenciones en la mayoría de los casos, su abundancia no justifica que sigamos cayendo en esa trampa, porque cuando las cosas están mal, siempre tenemos la opción de no seguirles la corriente.

El único modo de que no salgan de mi boca palabras incorrectas es no llevarlas en la mente, porque nunca se sabe en qué momento el centinela de la corteza prefrontal se tomará un receso y pecaré de cruel con mis criterios, a veces con desagradables consecuencias, como un alud de nieve que comienza por un estornudo en el pico de la montaña. 

Mi invitación de hoy, el reto que me encantaría poner de moda en las redes, es desaprender esa manía de juzgar a los demás, y ese proceso parte de reconocer cómo el inconsciente nos lleva a criticar en otros lo que disgusta de nuestra propia realidad, pero no lo erradicamos por ignorancia, que es la pereza del intelecto, madre a su vez del prejuicio, la más clara expresión del sedentarismo mental.

 Ni siquiera recordaba haber dicho lo que dije dos meses antes, en la grabación, pero por esa magia de la tele cayó anoche en casa como un misil de efecto retardado, y lo que empezó como espontáneo reconocimiento de lo útil que ha sido en mi desarrollo contrastar puntos de vista con Jorge, terminó con una tonta referencia a su físico… ¡Ni que yo hubiera escapado a esa otra epidemia del sobrepeso que acompaña a la covid-19 tras 18 meses de confinamiento!    

¿Por qué se nos olvida que la nariz fue puesta entre la lengua y los ojos para que respiremos profundo antes de hablar sobre lo que vemos en los demás? Solo así evitaríamos esas escenas vergonzosas, que no siempre tienen un final feliz.

Ah, pero el mío lo es, porque el generoso sentido del humor de este villaclareño supera con creces a su anatomía. Mientras tecleo esta disculpa, lo escucho avanzar jacarandoso por el pasillo: “¡Viste, suegra: tu hija me dice gordo en la tele y yo me levanto temprano para llevarle el cafecito… ¿Dónde vas a encontrarte un yerno como yo?”.