“Las palabras sí importan”, me escribe una lectora a propósito de la crónica pasada. “Para algunas personas las groserías son excitantes. Para mí son anafrodisiacos irremediables, dentro y fuera de la cama”.
Suscribo su comentario, en parte. La diferencia entre oportuno y vulgar lo veo en el contexto y el auditorio. En ciertas circunstancias “fuera de...”, una palabrota libera emociones y ayuda a canalizar un dolor (las neurociencias lo corroboran); y “dentro de...” pueden gatillar una conclusión demorada y regalarnos el final feliz.
La grosería con fines eróticos es muy común, y ahí están para probarlo ciertas parafilias asociadas a lo que se dice o escucha, como la escatología telefónica. Y también hay otras que no necesitan vulgaridad, como la audiofilia, la homiliofilia y la narratofilia, de las que ciertamente he sido partícipe, no siempre voluntariamente.
La primera es bastante conocida, aunque su nombre formal no lo sea tanto. ¿Quién no ha respondido una llamada en la que te dilatan el diálogo con preguntas tontas y luego por los jadeos te das cuenta de su propósito?
Eso de que alguien te coja pa´ sus cosas sin tu permiso molesta, y sin embargo hay quien lo hace de oficio, desde una central o en la comodidad de su casa, y como su cliente no puede verle, basta que tenga buena voz y una imaginación sin trabas para prosperar en las hot line, según me dijo hace años un amigo que sacaba los mandados con esa entradita. Y no: no era adicción en su caso, pero vivía de la escatología ajena sin prejuicios.
La audiofilia es más específica: un fetiche que no se restringe a la voz humana. Ese estímulo erótico puede ser un sonido de la naturaleza (las olas, el crepitar del fuego, un animal); escuchar el coito de otros (con o sin su permiso) o algo tan kripy como llantos, gritos de terror, chirriar de metales, motores...
En mi preuniversitario había una muchacha que se excitaba con la sirena de la Refinería (tal vez aún le pasa). Me acuerdo mucho de ella cuando suena cerca del mediodía porque en ese horario su “inquietud” era notable y los avispados del aula se burlaban, creyendo que le gustaba el profesor de Matemática porque coincidía con su turno. Solo las muy cercanas sabíamos la verdad.
La tercera filia listada debe su nombre a las beatas que viven para escuchar sermones u homilías. Su único placer sensual es esa conexión con el verbo entonado, que las lleva a un éxtasis inexplicable. No hay malicia en ello (a veces) y puede ser inconsciente de ambas partes, pero es una práctica que sublimiza al sexo, lo sustituye como necesidad y crece en un clima de complicidad espiritual.
Lo mismo percibo en algunas personas que asisten a nuestras peñas y se alelan con intervenciones y debates. Casi siempre permanecen en silencio porque su placer es escuchar y respirar al compás de quien opina, como en una terapia erótica auditiva.
Claro, para que haya homiliofilia hace falta un personaje que disfrute hablar del tema que genera tal fascinación (dios, la pelota, los precios, el sexo); alguien que se apasione y transmita en su narración una carga emocional considerable... lo cual nos lleva a la narratofilia, de la que esta servidora es un caso confeso.
Más allá de vivir de ese don profesionalmente, también me ayudó muchas veces en la intimidad, cuando mis parejas llegaban al final del día muy cansados o molestos y no les apetecía ningún encuentro carnal.
Ese desgano era comprensible un par de días, o de semanas; pero si se extendía mucho me acostaba cerca y prometía no hacerles el amor, sino “darlo hecho”, y arrancaba a leer poemas y novelas fogosas, o a recordar nuestros mejores topes íntimos, para que su mente viajara a esas escenas y despertara su deseo... con todo lo demás.
Si el contagio era efectivo, magnífico; si no, me daba por satisfecha con la narración o me acariciaba por mi cuenta, rememorando versos y metáforas en voz alta. ¡Imaginen mi felicidad cuando algún que otro día me devolvían el sonoro favor!
Eso sí, hay un tipo de narrador erótico que no soporto: ese que usa palabras soeces para acosarte en la calle o te va describiendo cada gesto mientras hace el amor, como si se tratara de un juego deportivo: “Ahora voy pa´ aquí... Ahora toco allá... Estoy entrando... Sube esto... Baja aquello... Mira como estoy...”. ¡¿Cómo vivir tus propias sensaciones si te enredas con un ventrílocuo sexual?!
Luego, para rematar, esos tipos preguntan: “¿Verdad que estuvo rico, eh? ¿Verdá? ¡Verdaaa!!” Y retransmiten en tu oído TODO el “partido”, sin tú pedirlo, con estadísticas, análisis y autoovación. ¡De “queridos amiguitos”, mi gente!
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