“Tienes que comprarte sandalias y zapatillas”, rezonga Jorge. “Las botas están bien, pero no pegan con todo. O mejor: deshazte de toda la ropa formal y deja de protestar cada día porque tienes un closet lleno de Notengoqueponerme”.
Todos los meses me lo dice, y todos los meses le doy la razón, pero termino huyéndole a la compra. Más bien a la decepción que vendrá después, cuando los gentiles artilugios se rindan al tercer combate (o al primero) con mi manera “hombruna” de caminar, como dice un amigo gay, gran sufridor del “desperdicio” de mis pies mal cuidados, cuando pudiera tenerlos como una diosa del Olimpo criollo, dice él.
Algo está claro: jamás me empataría con un fetichista de la pedicura o los zapatos de aguja. Pero el asunto va mucho más allá de lo erótico… No le encuentro sentido a torturarme con algo que no me deje avanzar por la vida con la cara feliz y sin caerme.
Además, ¡hay cada modelo de calzado! Incluso en los artesanos veo diseños insufribles y me cuesta tomar en serio a quienes osan llevarlos como algo cotidiano, fuera del espacio seguro del circo.
¿Que exagero? Pudiera ser… pero este asunto de andar cómoda es una prioridad para mí, tal vez en compensación por los tantos años obligada a vestir “bien” para trabajar, por aquello de que el hábito no hace a la monja, pero envía un mensaje bien claro sobre su estatus social.
Ya sufrí obligaciones de pantis y fajas en la oficina de Praga; de pulóveres atrincados y gorras cuando era cuadro juvenil; de peinado estricto y sayas a la rodilla en la etapa de maestra; de tacones y sacos sastre para las coberturas en el Palacio de las Convenciones…
¡Peor! Sumen a todos esos retos los sempiternos “asustadores” (como les llama Jorge), una delicatesse masoquista imprescindible para salir a la calle… o eso dicen, porque si con la blusa logro burlar a Newton, no hay quien me coja enfundada en uno de esos ladrones de aire, que además te recuerdan cuantos huesillos debes mover a la vez para torcer ambos hombros y aliviarte de su aprieto al regresar a casa.
Por suerte, mi bendito marido no se mete en lo que use (o no) como ropa interior. De la exterior sí que opina, pero siempre en función de mi prestigio como “persona pública”, porque no le ve gracia a exhibir mucho glamour por un rato en el “vidrio” y luego andar por el barrio descalza y desgreñada como una pelosa, esos graciosos personajes del universo Tolkien.
También en eso le doy la razón… a veces. Puestos a ver, los mayores placeres de la vida los disfrutamos bien ligeros de ropa, desde un sueño reparador hasta el baño en una cascada a pleno sol, pasando por todo lo demás que sus febriles mentes les hizo recordar en estos segundos.
Desnudos nacemos, y al partir, la ropa no te acompaña al horno. En un puñado de décadas intermedias gastamos toneladas de tela y mucho tiempo en cubrir lo que somos por herencia y conducta, mientras gritamos, a veces desesperadamente, lo que queremos (o creemos) ser mediante colores, texturas y formas sometidas a la veleidosa tiranía de la moda, o de la crítica ajena, más sofocante que el peor brasier.
Los hombres dicen que nosotras, pero ellos también caen en ese bachecito, a veces con mayor morbo y pasión. Algunos gastan todo lo que tienen (o no) en un trapo, una prenda o un calzado picuísimo, sólo porque se lo vieron a tal deportista o más cuál ¿cantante? de reguetón.
Yo gasto poco en ropa, la verdad. Aún tengo prendas de mi Quince, del embarazo, de la etapa en Europa… y muchas, muchas hermosas blusas regaladas por amigas que disfrutan verlas de vez en cuando en la tele (mejor que en su ropero, dice la espirituana Arminda).
De los zapatos, ya les dije: ni las botas cañeras me soportan dos temporadas. Cuando le prometí a Jorge cuidar las nuevas plataformas me miró con una expresión que todavía no descifro si era de burla, lástima o ambas a la vez.
Y lo entiendo: en estos años ya ha visto suficiente desastre como para no apostar por nada para mis pies que no contenga acero desde la suela hasta las hebillas. Mejor si es de estera de tanque, dice él.
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