Hoy es el penúltimo 22 de este año. No es tan simbólico como el de febrero, pero igual tiene su mística porque es 22/11/22, una combinación de innegable belleza. Gráficamente la imagino como un tejido que vuelve sobre sí mismo en pases de barritas y mediopuntos para dar forma a una prenda de ondulantes figuras geométricas.
Por curiosidad busco en mi ecléctica biblioteca el significado de ese número y resulta que simboliza equilibrio, armonía, flexibilidad, dualidad, diplomacia, relaciones, ideas que se materializan… Siendo así, mi asociación con el tejido no es tan despistada porque todo eso florece cuando compongo una pieza a base de agujas, paciencia y movimientos repetitivos.
Creo haber contado en este blog que aprendí a hacer crochet en la niñez, cuando mi abuela insistía en sacarme el mataperros de las venas inoculándome el gusto por labores más aptas para señoritas. El arte de tricotar lo descubrí mucho más tarde, en Praga, un noviembre en que mi esposo partió para uno de sus largos recorridos de trabajo y una amiga argentina me motivó a comprar mi primer par de agujas y una revista con modelos.
Ella me adentró en ese recurso que tantas mujeres han usado desde la guerra de Troya para lidiar con los hilos del tiempo, y cuando mi Ulises volvió de su odisea transcontinental tenía un chaleco nuevo para arroparse en el invierno y yo un oficio que aún me saca de apuros si el estrés amenaza mis rutinas.
Muchos años después tuve un amante que se reía al verme con las gafas en la punta de la nariz, las varillas sujetas por las axilas y una bola de estambre apretada en el regazo para que el gato de la casa no jugara con ella. Él tenía 22 años y yo 38, así que sus burlas ante mi estampa de babushka de muñequito ruso mellaban un poco mi autoestima… que por suerte se recuperaba rápido cuando con firmes nudos de revés mis piernas sujetaban las suyas y mis hábiles movimientos domaban su arrogancia juvenil.
Aquella fue una de esas breves historias que inicié en un noviembre de vulnerable soledad, antes de ser consciente del efecto que provoca en mi estado de ánimo la despedida del otoño. No sabría decir por qué, pero este mes me vuelve irritable, nostálgicamente demoledora, una pésima compañía para iniciar o terminar relaciones.
Cuando comprendí ese embrujo aprendí a no tomar decisiones bajo su influencia; a negociar treguas, dilatar inicios, dar rodeos emocionales, alertar a la gente que me importa sobre estas crisis cíclicas… Y funcionó, pero ya había dejado ir, como globos henchidos de helio, no pocas ilusiones valiosas.
Fue en uno de esos arrebatos novembrinos que corté el rollo con el padre de mi hijo (embarazada sin saberlo aún), y justo un lustro después acepté noviar con el personaje más tóxico de mi currículo amoroso, tras apartar a otra persona que pudo ser mejor capítulo para el relato de mi vida, pero se acobardó, y no supe esperar a que desenredara la madeja de su divorcio.
Cuando salí del ciclo desgastante del tercer matrimonio casi abro la puerta a un nuevo intento con el amor de juventud, pero entendí que propiciar encuentros furtivos mancillaría lo que tuvimos antes, y por suerte llegó el chico de 22 abriles para evitarme la peor resaca existencial imaginable.
Sospecho que la lista sería demasiado larga si develara todas las malas decisiones de mis noviembres, así que me detengo en esos ejemplos. Prefiero recordar aquel afortunado día en que recuperé a mi perrita Luna, robada dos meses antes para que Jorge apareciera en mi camino. O el de mi aprobación en Radio Taíno como especialista en Oasis de Domingo, en un segmento que este diciembre cumplirá ocho años de debut al aire.
En cuanto al 22, aún nos queda otra oportunidad para ensartarlo en la cadeneta de sucesos de este año. Sugiero celebrarlo con un resumen de 22 razones para hablar de sexo, acá y en todos los espacios de la plataforma Senti2. Espero las tuyas.
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