Primero, aclaremos definiciones: ¿qué es la decencia para ustedes? Para mí tiene que ver con lealtad a tus principios y a valores más o menos generales puestos en riesgos en una situación concreta. O sea, es un fenómeno escurridizo, circunstancial y realmente dificil de aprehender en palabras.
No valen aquí extremos fundamentalistas: no me fijo en la decencia secuestrada por conveniencias patriarcales y evito comulgar con ellas, por cuestión de salud, propia y social.
Para algunas personas, por ejemplo, que una mujer voluminosa o “de edad” salga en licra puede resultar indecente, pero yo no lo veo así. Tal vez resulte escandaloso, pero no perjudica a nadie, así que vira la cara si te molesta y déjala en paz.
Para otras personas es indecente que la pareja le proponga un trío, una relación abierta o cualquiera de esas variantes en apariencia novedosas, aunque existían en la época de Nerón y lo practican hoy un montón-pila-burujón-puñao en el orbe.
Pero, ¿qué pasa si te enredas con el ex de una amiga? ¿eso es traición o indecencia? Para mí, según las circunstancias, ninguna o las dos. Me ha tocado ser la que deja el camino libre cuando me percato de cierta química, y varios de esos arreglos aún funcionan, con hijos incluso. Y está bien: si soy puente para otros asuntos, ¿por qué no para el amor?
Por extraño que parezca, nunca he estado en la situación contraria, aunque oportunidades y propuestas sobraron. Sí me ha pasado lo de empezar historias con tipos aún complicados con exesposas posesivas, y luego ellas insistieron en conocerme, para amedrentarme con su elevada autoconfianza (algunas lo lograron), o para que les cogiera lástima (eso jamás). Pero amigas no eran, ni llegaron a ser.
Entonces, ¿dónde está el límite de la decencia, a mi ver? Aquí les traigo tres casos que lo puede ilustrar.
El primero es la de una amiga a quien ayudé en sus enredos legales con una vivienda de la que trataron de expulsarla, y acompañé a las consultas de obstetricia porque el marido se borró del proceso, ocupado en preñar a otra mujer a la vez.
Ella botó al tipo, borrachín por más seña, y tuvo el descaro de aparecerse en mi casa el día de mi tercera boda a suplicar que no me casara con “el pesao ese”, porque él me amaba mucho e iba a dejar a todas por mí (las dos recién paridas y la bebida, supongo).
El segundo personaje aún es mi amigo, y su mujer también, aunque para ella fueron claros sus numerosos intentos de “pasarme la cuenta”. Pero el suyo es un caso de infidelidad patológica y ella nunca lo botó por eso, y como yo he sido de las pocas que lo frenó en seco, el asunto derivó en cariño mutuo y terminé convertida en consejera matrimonial.
El más reciente aún me provoca estupor e indignación. No me apena contarlo porque le advertí a él que yo no guardo secretos propios, menos aún si son tan jugosos que dan insumo para este blog, con la venia de la parte afectada…
Hablo de mi amiga, claro. A Jorge estas cosas solo le hacen levantar los hombros y confirmar su preocupación por cuánto esconden de violencia los actos de un hombre egocéntrico, para quien las mujeres solo son marionetas y se vale usar unas para dañar a otras, mejor aún si son casi hermanas.
A este señor en particular yo lo había alabado muchas veces por su franca actitud colaborativa hacia mi amiga, y porque la hizo feliz por muchos años y la acompañó en muchos malos momentos, aunque solo fuera “la otra”.
Tal vez (solo tal vez), mis alabanzas se prestaron para torcidas interpretaciones y dieron pie para que justo ahora, cuando más ella necesitaba de su ayuda, tanto económica como espiritual, cuando dejó oficios de mucha demanda física y decidió confiar en su talento y aventurarse conmigo en un trabajo intelectual; justo ahora, les digo, y a sabiendas de lo que un hecho así significaría para ella, el tipo vino a proponerme que ocupe en su vida el lugar de mi amiga y le garantice sexo a cambio de dinero y arreglos domésticos.
Lo dijo así, como una simple transacción comercial. Nada de “tú me gustas hace tiempo…” o “me tienes loco…”, como para endulzar el desacierto y justificar su egoísta elección.
Mi amiga ya no está disponible para sus veleidades, y como si no existiera otra mujer en el universo, volvió hacia mí su alma de traficante, dispuesto a saldar dos caprichos de un plumazo: pescar relevo y herirla más, aislarla y poner a prueba su capacidad de humillación.
¿Y cómo quedo yo?, diría Estelvina. En las horas que tardé en decidir si le contaba a ella el desparpajo de su (ahora sí) examante, me sentí sucia, cuestionada, usada, indecente…
Por suerte ambos, Jorge y la doñita, me conocen bien. Por suerte saben que la violencia de género tiene muchos matices, y que yo puedo ser muy loca o posmodernista, pero hay límites que no cruzaría jamás. Por ella. Por él. Por mí.
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