La primera vez que vi un pene de adulto en reposo tenía cinco o seis años. Con tantos tíos, primos, un padre y un abuelo, era inevitable que pasara alguna vez: aquellos calzoncillos de algodón con botones y patas holgadas se prestaban para esas indiscreciones al salir del baño o dormir la siesta.
No es un recuerdo traumático, sino natural. No me hubiera llamado la atención, pero quien se cría entre muchos primos adquiere un posgrado en picardías de esa índole, y ese día pasamos varios por la ventana para observar al “fugado”, tiernamente mecido por los ronquidos del vetusto dueño.
Ya de adolescente me encargaron cuidar a mi abuelo paterno en un hospital un par de noches, y por mucho que intentó guardar su honor e independencia, la manipulación del afamado “pato” implicaba colocar y luego higienizarle el equipo, alicaído y pudoroso.
En mis ventipocos tocó el turno de operar a mi suegro, y sorprendentemente se sentía más cómodo conmigo que con su propia hija o la otra cuñada, supongo que por la simpleza con que asumí la tarea, sin burlas ni remilgos, manejando aquello con delicadeza y compasión. Incluso aprendí a poner la sonda cuando se le iba, con tal de no ver su carita sufrida cuando veía llegar al enfermero.
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Al cierre de esa década tuve en mis manos un varoncito que nació “caballero oculto”, y el paquete estaba tan bien cerrado que no pudimos verle la cabecita hasta después de la circuncisión, pasados los dos años. Las viejas de la familia sufrían creyendo que estaría poco dotado, pero Natura dio lo que hacía falta, sin sobrar ni faltar (desde lo estético al menos), y como no tuvo una crianza falocentrista, nunca dio mucha importancia al asunto de no tenerlo “como los demás”.
Creí que con mi hijo terminarían los encargos de mimar penes sin segundas intenciones, pero la vida me puso en esa faena otro par de veces: con un padre que amé como mío hasta su final, y con un amigo operado de la próstata cuya esposa tiene más miedo que células en el cuerpo, y por extraña asociación de factores decidió que si yo hacía de enfermera ese par de semanas se acabarían las saterías de su liviano marido con esta servidora, en tanto ya lo había visto vulnerable en su peor momento. (Huelga decir que ella tuvo razón).
Los demás caballeros caídos y nada ocultos que he visto (y no son pocos), pudiera resumirlos en tres tipos de contexto: los exhibicionistas callejeros o de cine (¿a quién no le ha tocado alguna vez esa molestia?), las parejas con algo de catarro y apenas tres líneas de temperatura sobre 36 (se desmoronan, reconózcanlo) y los desesperados que no entienden mi profesión de sexóloga empírica y creen que por escribir de penes tengo poder para curarlos.
Ríanse, pero es verdad: con lágrimas en los ojos y grandilocuentes gestos de desesperación, me han mostrado su avería para obtener diagnóstico, remedio y esperanza… todo de una vez.
Esos últimos han sido tres, sin duda de los más interesantes: un peyronié retorcido hacia arriba que parecía un mango de sombrilla, una hipospadia manejada como secreto de familia (la madre lo trajo creyendo que era intersexual porque el orine no salía por la punta, sino pegadito al escroto, y nadie le había dicho que era una uretra muy corta) y un seudopene de poca erección… o sea, un chico trans orgulloso de su clítoris prominente que esperaba vencer la gravedad con un poco de hormonas masculinas autoadministradas.
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Ahora estoy otra vez al cuidado de un equipo en desuso, pero este es especial porque de esa pequeña fábrica salió parte de mis cromosomas, así que agradezco la confianza del viejuco al ponerse en mis manos (literalmente) para lavar, entalcar y acomodar los implementos, sin necesidad de cubrirlos cuando tiene calor.
Mi madre no me creía capaz de tanta paciencia y desprejuicio, confesó… ¿Acaso no son tan naturales esos gestos como los de refrescar su cara, masajear sus piernas hinchadas y escuchar sus enredos mentales de agente seguroso y encarnación de Arquímides con los ángulos y posiciones de los cojines a su alrededor?
El día que despojemos al pene de sus agobiantes simbolismos aprenderán sus portadores a usarlos mejor, sin demandas si desmanes, y dejaremos de verlo como juguete público, carta de presentación, machímetro desde el nacimiento hasta la muerte… Y dejaremos de usar su mutilación como castigo, ejercicio de poder o garantía de “inocuidad”.
Porque un hombre siempre es más que su pene, cualquiera sean sus dimensiones y estados, y es una gran pena que nos críen para verlo al revés…
Nor1
27/1/24 2:58
Vade retro Satanás!
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