En los primeros meses de nuestra relación me era difícil conciliar el sueño si no estabas en casa. La noche se alargaba sin tu espalda maciza y peluda, sin tus manos que buscaban mi tibieza, sin tus ronquidos —por suerte tolerables— que anunciaban la cercanía de la aurora.
Despertar sin tu abrazo era un castigo para mi cerebro, borracho en esa fase inicial del amor en la que hicimos de todo para dormir juntos, aunque nuestros amigos y familiares se burlaran de esa pasión de adolescentes.
Luego te mudaste definitivamente para mi casa y la fiebre de hormonas fue cediendo ante otras necesidades terrenales, como en toda relación que tiene la suerte de persistir y madurar.
Primero se rebelaron mis músculos, perennemente engarrotados por el flujo directo de tu ventilador. Luego mi espalda no soportó más la blandura de tu colchón y, para completar, mi migraña se exacerbaba cada vez que intentaba ignorar la luz que empleas para dibujar hasta tarde.
“¿Ya no disfrutas dormir conmigo?”, te preocupaste una mañana. ¡Es mi alma gitana!, dije llorosa, y mi familia lo confirmó: mucho antes de que llegaras a mi vida me costaba mantener un mismo nido, al punto de que mi hijo preguntaba cada noche dónde iba a dormir para no perder tiempo buscándome en el resto de la casa.
Solo por complacerme, probaste a seguir mi itinerante aventura por algunos meses. Me hacías el amor en camas duras o en el suelo hasta verme rendirme a Morfeo plácidamente. Yo era feliz y eso te contentaba, pero tu esqueleto te pasaba factura y tu instinto territorial protestaba contra tamaña locura.
Tras dos años de experimentos acordamos ajustar nuestras respectivas jornadas y separar espacios de trabajo y descanso, del mismo modo que acomodamos los hábitos para alimentarnos, asearnos y sumergirnos en las redes. “¡Qué modernos!”, decía mi papá, pero acotaba medio en broma: “Después no quiero devolución del producto!”
La vida ha demostrado que funciona. Como estamos casi siempre en casa podemos mimarnos de manera espontánea en cualquier horario y dejar la noche para recobrar las fuerzas. El amor no está reñido con el respeto a las diferencias fisiológicas, y aunque esa renuncia a compartir las sábanas fue más difícil que otras, terminaste aceptándola porque también a ti te convenía adentrarte en el sueño sin mi constante remeneo nocturno o mi manía de taparme en verano.
Después de todo, no somos ni la primera ni la última pareja de la historia que disfruta de alcobas separadas, y no hacen falta permisos para “visitarnos” si alguno tiene un antojo erótico o demasiado frío para dormir como ermitaño.
Con ese arreglo nupcial, es lógico suponer que cuando estás lejos no se afecta mi rutina de sueño; que puedo acomodarme en cualquier rincón con un pulóver tuyo en la nariz y reponerme de las faenas del día.
¡Pues no funciona así! Aunque te vayas por pocas noches te extraño muchísimo. Para anestesiar mi cuerpo, huérfano de tus roces, procuro llenar los días con un extenuante laburo o zambullirme en complejos materiales de estudio y series de ficción… Pero mi mente se escabulle del descanso y cuenta los días para tenerte a mano, así sea al otro lado de una pared.
Entiendo que cada vez serán más frecuentes estos solsticios porque tus viajes y tu trabajo lo demandan, pero el vacío hace olas en casa y mis tripas cantan un réquiem por tu sazón, hartas de que las engañe con papillas y lácteos sin calentar.
La convivencia abarca muchas dimensiones, sabes… Detalles diminutos de los que no somos conscientes. Yo los veo como ladrillos del hogar, unidos por esos ruidos, expresiones y miradas que conforman un entendimiento único, reservado para relaciones maduras, cualquiera sea la edad de sus integrantes.
En esas circunstancias, cualquier separación tiene sabor a duelo, y es necesario atravesarlo para que no derive en depresión. En una peña de Senti2 diría que el organismo baja su nivel de dopamina y vasopresina y sube el de cortisol, o que el cerebro sin placer se pierde en elucubraciones ociosas y hay que entrenarlo para racionalizar las emociones…
A ti prefiero confesarte que en tu ausencia me instalo en tu cuarto, aunque resulte paradójico, y apenas logro pegar los ojos porque el deseo de ti termina desvelándome. En el silencio de la madrugada distingo el golpear de las puertas, el sigiloso contoneo de los gatos, el agua cayendo de los tanques, el eco de televisores ajenos… y prendo tu ventilador de cara a la pared para ahogar esa sinfonía, que solo me perturba cuando no estás en casa.
Tu puesto no me parece nada cómodo para trabajar, pero en él puedo sentirte “a la mano” observando tus objetos. Apoyo mis brazos en los de tu butaca y percibo el vecindario desde tu perspectiva. Veo tu tacita vacía en una esquina y creo que en un rato colarás café. Me tiro en tu cama al mediodía para oler tu almohada y noto el efecto de tu peso en el colchón…
Otra confesión: aunque me pongo fastidiosa cuando usas mucho el WhatsApp, sí cuento con tus llamadas para paliar el vacío de estos 19 días que pasaremos distanciados… Ya veré cómo resuelvo para sobrevivir estas 500 insufribles noches.
puntualita91
1/11/22 10:28
!Qué tierno Milo! de verdad que extrañas a ese hombre cuando no está en tu casa. Yo sé lo que es eso porque mi ex viajaba mucho a provincia y me dejaba ese vacío.
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