Hace algunos años que no veo a Juanito. Cuando él trabajaba en Regla nos tropezábamos con frecuencia. Además de hablar de asuntos cotidianos, yo le hacía bromas sobre su tamaño y él alardeaba de lo mucho que había logrado en lides amorosas y profesionales siendo así, pequeñito.
Una vez se me ocurrió decirle enano y se dispuso a explicarme por qué era un error endilgarle ese apelativo, morfológicamente hablando. Era algo sobre la postura al caminar y las proporciones entre miembros externos e internos… En su caso todo estaba en la escala correcta para un hombre común, solo que en formato de minidosis.
Para mi alivio no se había ofendido: me sacó del error con llaneza y terminó la clase con una alusión a otros tamaños en los que Natura le fue favorable y un chiste sobre el mono y la jirafa haciendo el amor de manera exitosa.
Juanito me gustaba. Disfrutaba su vivacidad, su timbre de voz, su inteligencia, su carácter… Además era peludo y de mirada intensa, así que no hubiera tenido reparos en dedicarle un par de encuentros horizontales —y hasta verticales— en cierta etapa de madura experimentación erótica en la que me mantuve soltera a voluntad.
Pero apreciaba conversar con él y no me decidí a proponer nada explícito para no enrarecer el ambiente. Tenía un poco de miedo de que aceptara y luego uno de los dos se reprendiera hasta terminar dañándonos, como me había pasado en otras aventuras, y aunque mis fantasías con él eran intensas y divertidas, no quise exponerme con una frase mal colocada o un gesto impropio.
Para colmo no tenía razones para provocarlo porque jamás se insinuó conmigo ni aprovechó las indirectas de mis bromas para sacar lascas de la situación. No sabía si de verdad no captaba el asunto o si le intimidaba mi solidez corporal (que triplicaba la suya). En serio creí que no “me veía como mujer”, una frase tontísima que usaban entonces para no verse obligados a cumplir el fatídico papel de hombres.
Aunque me chocara un poco (cosas del ego, ya saben), esa actitud merecía mi respeto, pues más de una vez tropecé con hombres que armaron todo un cuarto rojo en su cabeza a partir de una sonrisa y pretendieron que les siguiera la rima morbosa solo porque mi soledad y mi oficio sonaban a corazón vulnerable y sexo disponible.
Con Juanito podría picarme su indiferencia, pero no forcé nada. Me convencí de que no le gustaba y era su derecho no hacer papelazos para demostrar su hombría, cualquiera fuera la talla en la que le tocó vivirla.
Para ponerle la tapa al pomo, un día me contó entusiasmado sobre su relación con una amiga de mi infancia, describió las trabas familiares y me mostró fotos de una boda de velo y corbata que finalmente lograron realizar.
Desde ese día lo puse en el cajón mental de Lo que pudo ser y no fue… (más conocido como Actitud pusilánime aderezada con terco arrepentimiento). Me sacudí las fantasías para ser leal con la chica, que también apreciaba, y me dispuse a escuchar la novela de su vida por capítulos en los topes casuales que el destino nos deparara.
Mi amiga era incluso más voluminosa que yo, de piel oscura, de familia moralista, y sin embargo se atrevió a desafiar todos los obstáculos para estar con él porque, a diferencia de mis ardientes ensoñaciones presenciales, su interés era auténtico y su vínculo emocional hermosamente fuerte.
Juanito fue su “persona especial”, el hombre que llenó sus expectativas en muchos otros campos y finalmente el padre de su hermosa y carismática hija, orgullo de ambos aun después de una inexplicable y nada cordial separación.
Ya me conocen: un día de espontanea consejería en una parada para aliviar su desesperación pos ruptura, luego de emplear más de una hora en racionalizar la conducta de ambos, hablar de los beneficios del perdón y ponderar el rol que debían jugar por el bien de su hija, le solté de sopetón mi relamido secreto sobre su persona.
La expresión en su rostro tras esa terapia de choque es indescriptible. Parecía un pez boqueando, las manos le sudaban y casi se para en puntas de pies para susurrar que jamás captó las señales de mi sicalíptica motivación… ciertamente compartida por él secretamente, pero lo mantuvo en silencio porque tampoco quiso poner en riesgo nuestra amistad con insinuaciones que me ofendieran o alejaran.
Esa tarde reímos de nuestra juvenil mojigatería y alabamos la voluntad de apreciarnos más allá de carnales objetivos. Pero también aprendí una lección, y cuando llegaron otros candidatos en modo Juanito fui directa con mis intenciones y menos prejuiciosa con los contrastes.
Gracias a eso encontré mi muy diferente persona especial.
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