“¿Recuerdas tu primer SÍ?”, le pregunto a Jorge mientras pedaleamos por uno de los recuerdos más felices de mi infancia: el campamento de Tarará, hoy convertido en residencial turístico.
Me mira con cara de buscar en el disco duro, pero un huésped pasa por nuestro lado con varias Cristal en la mano y su foco de interés vuelve al presente más rápido que un giro de ruedas de su Galeón.
Lo dejo en el goloseo del frescor de la cerveza y vuelvo a mi nostálgica travesía por aquellas divinas vacaciones pioneriles, casi la mejor razón para portarme bien durante todo el curso, con tal de ganarme el permiso de venir a la playa con otro adulto que no fueran mis padres.
Para mi fortuna me tocó ocho veces, y es curioso, porque recuerdo flashazos de algunas de ellas: recorridos por la calle, imágenes de algunos rincones de las casas, el sabor del gofio del desayuno, el canto de los pájaros al amanecer, el crujir de literas, el olor a ría y mar mezclados, las súplica-advertencias de las profesoras…
Pedaleo para localizar aquellos alojamientos, a pesar de las más de cuatro décadas transcurridas. Por ahora tengo éxito con cinco y de dos no recuerdo nada, pero hay uno en especial que… Freno en seco frente a una casa muy cerca de la playita oficial del campamento. ¡El divino portal de sexto grado!
Está medio ajado y la entrada del jardín cambió, pero sí, ese es el escenario de los grandes torneos de yaquis en los que exploté mi cualidad de ambidiestra para ganarme el respeto de las chicas, que me rechazaban por rara o “diferente”.
El de los chiflidos y las miradas encendidas de los varones de secundaria cuando pasaban por la acera rumbo a la playa o el comedor, porque desarrollé las posaderas más rápido que mis coetáneas, pero mi mente seguía siendo bastante infantil, y mi espíritu poco dado a cuidar poses o esconder atributos.
El de los ejercicios de yoga, que despertaron curiosidad y burla en las niñas más chic (siempre las hubo y habrá en cualquier grupo humano) hasta que una maestra me los prohibió por considerarlos obscenos…
Jorge se agita con mi pausa, a menos de 200 metros de la fría consagración de su deseo. Se pasa la lengua por los labios y eso me saca una sonrisa retroactiva, porque era uno de los gestos seductores de aquel muchacho por el suspiraba medio campamento, y se puso para mí en ese verano.
Miro de nuevo la bonita vivienda. Este es el portal de mi primer SÍ, uno que di por puro embullo de la claque del aula, felices de que “Cara de jeba” se fijara en mí y no en una chica de alcurnia que bebía los vientos por él (como muchas).
Probablemente no tengan idea de lo que significaba tener novio en Tarará (yo tampoco la tenía, siendo honesta), en especial tratándose de un chico de otra escuela muy asediado en la playa, el comedor y las noches de música.
Pero yo, que acepté por embullo, me puse de inmediato en plan ratón-gato con el supuesto novio y no le permití toqueteos por arriba o debajo de mi cintura, ni me presté para fugas por el ventanal de la terraza, ni acepté besitos de lengua, roce o piquito, robados o regalados a la orilla del mar.
Como supondrán, a los tres días obtuve el primer “te boté” de mi carrera amatoria. Un niño hermoso como él tenía labios de sobra a su alrededor para cultivar, y yo me daba demasiado lija con los vírgenes mochitos míos.
El resoplido me saca de mis cavilaciones. El almuerzo, las frías, el mar… premios de hoy pospuestos por mi caprichoso viaje en el tiempo. Monto de nuevo en la Polaca y en dos o tres pedalazos llegamos a la meta jorgiana.
Después de todo, es divertido: regreso a Tarará con un novio que espero sea el último, entre otras cosas porque no le molesta mi saudade por el primero. Me siento a la sombra mientras él gestiona el alimento y vacilo la vaciladera de otras señoras con las piernas de mi hombre, su voz, el tamaño, su manera gentil de conversar con gente desconocida…
Minutos después entro al mar, cruzo la barrera del rompeolas y miro atrás para regodearme. Pienso en la espiral de la vida y en la suerte que he tenido para inspirar y ser inspirada por el instinto del amor. Cavilosa, me sumerjo en el líquido encanto de esa paz, y al salir me sorprenden unos labios que sin malicia ni presión buscan los míos y sellan mi deuda veraniega con el divino sol de Tarará.
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