Ternuritas

“¿No crees que un hombre pueda ser tierno?”, preguntaste, casi en público, y el estremecimiento en mi espalda no me dejó responder.

“Demuéstralo”, pedí un rato después, y con una sonrisa tomaste mi mano, la subiste a tus labios y comenzaste a respirar con un ritmo muy suave, acariciando la palma en círculos con el aire de tu expiración.

Mi muñeca en tus dedos, mis ojos en los tuyos, ambos de pie en medio de la calle y la humedad bajando hasta hacerme perder el control.

No tengo idea de cómo lucía mi cara, pero tu arrogante sonrisa sigue anclada en mi memoria junto al calor intenso de esos segundos, el sonido de los pájaros en los árboles, el pregón de un vendedor ambulante…

Varias horas después levantaste el cuchillo con que cortabas especias para la comida, volteaste apenas el rostro hacia mí (realmente absorta en lo que leía) y preguntaste con un intencionado amago de descuido: “Entonces, ¿puede ser tierno un hombre?”.

Había alarde en tu voz, sí, pero había más: Una pizca de asombro aceptado, un halo de satisfecha novedad. Y había miedo. Apenas perceptible, pero un miedo real. ¿Y si el suceso aquel hubiera sido una más de tus fantasías abstinentes?

El orgullo en tus ojos trataba de esconderla, y la duda brotaba anhelante, incendiaria, provocadora, y otra vez la humedad me lanzó fuera de mi centro, movida como hoja en otoño por el susurrante requiebro de confirmación.

“Puede”, concedí, sin apartar la vista de la pantalla para no desfallecer. “Puede ser tierno, mágico, penetrable. Puede arrollar sin violencias y conmover sin flaquezas. Puede amar como un juego y tomarse el misterio de los besos muy en serio”.

No me dejaste seguir. El olor a sazón fresco avisó que tus manos se acercaban. Mi poca ropa llegó a cero antes de que mi espalda pudiera protestar. La silla cedió atrás, mis rodillas equilibraron la torsión y mi garganta quedó a merced de tus labios, extrañamente fríos.

Uno, dos, tres… ¡decenas de besos entre los pliegues del pecho y el inicio de la nuca apretada! Ah, mi manía de contar para sentir que sigo al mando: Mi cerebro enumera, mide compases, esquiva el devaneo hasta que ya no puede y se abandona. Hasta que las espinas se contraen y la rosa se expande, estalla y deja caer sus pétalos en pequeñas oleadas de calor y placer.

Fueron solo minutos. Con la misma delicadeza me depositaste en otra silla, sobre la blusa lanzada con descuido, y te alejaste para contemplar tu obra. A pesar de mis ojos entornados, adiviné cada movimiento por el jadeo que intentabas controlar, sin mucho éxito, y agradecí ese ejercicio de intensa madurez y contención.     

Tal vez todos los caminos llevan a Roma, pero en el raro imperio de las sensaciones eróticas, hay muchas rutas que se marchitan sin explorar, anuladas por obviedades menos desafiantes.

Si alguien se adentra en tus senderos, si se atreven a acariciar tu aura y te poseen sin carnalidad, hay que tomarse en serio sus intenciones de conquista y permitir que avance en su intuitiva exploración.

“¿Cómo puedes ir tan lejos con tan poco?”, preguntaste después, reclinado en la almohada, con auténticas ganas de entender. “Todas podemos, pero hace falta un mapa”, dije, tratando de guardarme un tilín del misterio.

“Ya sé: se llama ternura”, remedaste mi tono doctrinal mientras me envolvías con tus brazos y piernas. “Gracias por compartirme tu alma, en serio. Pero un poco del cuerpo no me vendría mal”, sellaste el diálogo, y antes de que pudiera escurrirme, tus labios desbrozaron el camino de mi espalda en uno, dos… cientos de nuevos besos inquietantes.