Tengo una casa grande, luminosa, viva, llena de misterios y con suficiente fresco para soportar el “bochorno estival”, como diría mi tío-abuelo canario, el Niño Munar, un quijote con mucho de escritor en su corazón y gran orgullo por su arte de carpintero ebanista.
Esta vivienda de casi cien años fue antes de mi bisabuela, mi abuela y mi madre. Todas añadieron o transformaron sus espacios, pero desde hace casi tres décadas me ha tocado a mí poblar de fantasías sus enrevesados rincones, en buena medida con objetos familiares reciclados o reusados porque creo mucho en el poder de la energía vivencial, y porque la madera y el hierro son mejores que el plástico, el cartón y el latoncito de los muebles de ahora, sin discusión.
Ustedes dirán que estoy enamorada de mi casa o que estoy tratando de permutarla, y ambas sospechas son certeras. Amo cada uno de sus 27 ambientes (contando terrazas, balcones y pasillos) y en todos fui dejando mi marca de un modo u otro. Sobre todo ese “otro” tan divertido… para lo cual les recomiendo mi baño de corazón o una casa de campaña en la terraza norte a las tres de la mañana (¡Espectacular!).
Pero no soy ciega a sus defectos, en buena medida provocados por mi ilusión de lograr una selva en un tejado de cinco niveles diferentes sin impermeabilizar, o porque tengo un karma asociado al agua, sin remedio al parecer.
Como aprecio lo bueno, reconozco lo malo: la frescura de la casa se debe a esa sobrada humedad del subsuelo y las cisternas vecinas, amén de las plantas por doquier… y eso lo pagan caro paredes y techo (y mis articulaciones, sea dicho).
La estupenda luminosidad la garantizan patio, patinejo, 12 ventanas y nueve puertas… pero por ahí también se cuela la vida alrededor: peleas y compras domésticas, la lavadora permanente de una vecina justo contra el muro de mi cocina (pa mí que vive de eso), la descarga del inodoro de la vivienda de la derecha, el reguetón y la chillería de los adolescentes del otro lado y de la casa del frente, el dominó de dos casas más allá por la calle del fondo, los insultos y golpes de algunas madres incompetentes, la tos y otros sonidos fisiológicos de los más cercanos, los sepetecientos perros y gatos… y claro, las operaciones horizontales de algunas parejas cuando olvidan poner música aislante.
(¡Y los olores, por dios! ¡toooodos los olores: buenos, malos y peores! Pero de eso prefiero no hablar).
Si pudiera mudar mi casa en un tornado, como Dorothy, y ponerla en un campo sin vecinos en cien metros a la redonda, sería muy feliz, para qué mentirles… Pero irme y dejarla atrás tendría un alto costo emocional: implicaría renunciar a mi exquisito mango bizcochuelo, a la historia familiar sostenida por estas columnas y a los montones de bichitos que comparten mi morada: cangrejos, titinas, zunzunes, tórtolas, escarabajos (¡y como hacen el amor cuando estoy cerca!).
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Hay gente que no entiende para qué necesita cuatro baños y cinco cuartos un hogar de tres personas, pero no siempre fue así… Hubo etapas de recibir casi 30 amigos-lectores a la vez (para piyamadas los habaneros, y como base de excursiones los de más allá del Conejito), y cuando todo mejore, estoy segura de que esas aventuras se repetirán.
Además, si mi nuerita me premia, a lo mejor vuelve a poblarse de bullicios infantiles cada rincón de mi alocado minimundo, al que un ex bautizó como Nautilus hace ya diez años. Y si no, al menos tenemos un nieto afectivo espirituano y un ahijado santaclareño que en cualquier momento piden pista para la capital, en visitas (ojalá) prolongadas.
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Sí, ya sé: pudiera alquilar y facilitarles la existencia a no pocas parejas diversas que sufren un sinnúmero de prejuicios cuando intentan pasar unas horas de relax, pero mi madre ha sido super estricta en eso: puedo vivir del sexo en los periódicos, internet o la radio, pero no quiere que alquile porque se moriría de vergüenza en el vecindario… ¡Ni que fueran santos o ascetas los habitantes de este confín!
Igual, lleva mucho esfuerzo mantener a flote este submarino en tierra porque es dificil conseguir gente orgullosa de su oficio como el Niño Munar, y mis inquilinos de colchón en los últimos 30 años prometieron más de lo que cumplieron o dejaron muchas chapuzas con las que Jojo se recondena hoy.
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Mi plan (nada secreto), si lograra alejarme, es permutar para un lugar bucólico en la periferia, con espacio para plantar alimentos y disfrutar paz y silencio prolongados. Pero el señor dice que él vino a vivir a la urbe y para atrás no va a dar ni un pasito… ¡Qué se habrá creído este guajiro con ínfulas de artista de ciudad!
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