Si leíste el título y pensaste en algún tipo de tortura sexual, créeme que el problema está en tu cabecita nada más, porque esta crónica va por otra onda menos violenta, al menos desde el punto de vista físico.
Por si no lo sabes, un pinchahuevos es un aparatico real, muy serio para su trabajo, presente en muchas cocinas europeas (sobre todo), cuyo único fin es dar una minúscula picada a la base de las posturas de gallina para aliviar su presión interna y evitar que revienten durante la hervidura.
¿Qué eso pudiera hacerse con una aguja común? ¡Pues claro!
Pero implicaría tenerla siempre a mano (nunca se sabe cuándo te tocará calentar un huevo); y además tener buen pulso para no apretar de más el objetivo y malograr tu manjar matutino.
Además, las agujas suelen perderse y pueden caer hasta en la sopa (literalmente), lo cual las hace en extremo peligrosas, según mi maestra del buen arte culinario en Praga, que me regaló el controvertido aparatico… y según el vivo que lo patentó hace un siglo, por supuesto, probablemente en complot con el autor del portahuevos individual de mesa, el cortahuevos de hilos de acero, la cucharita de ángulo especial, el temporizador para llevarlos al punto ideal de semicocido (según el peso del susodicho) y hasta la vaporera
eléctrica únicamente para huevos… último grito de la moda en utensilios superfluos, según internet.
Sí, sí, eso mismo: en ciertas latitudes se pasaron con el consumismo de la banalidad huevera, probablemente nacida de la mente de solteros que preparaban su desayuno a medio despertar y con una sola mano, mientras usaban la otra para rascarse la cabeza (el malpensado eres tú, ya te lo dije).
Supongo que para ellos ese asunto de sancochar embriones es tan importante como para nosotros echarle mojo de ajo y limón a la yuca, y siendo así no debería burlarme, porque en casi todas las casas cubanas hay exprimidores y morteros de disímiles materiales y tamaños, algunos usados con otros fines menos alimenticios, según me he enterado en la consejería de orientación y promoción sexual.
Pero en mis esquemas mentales —lo confieso—, cuando veo en la cotidianidad ese tipo de objetos superultraespecializados (y por ende carísimos), no puedo menos que asombrarme con el nivel de dependencia sistemática de la inventiva ajena al que podemos llegar los humanos.
Jorge llama a esa exageración “andar detrás de la pelusa de la contrapelusa del tomachupito”. Yo pienso ¡pinchahuevos! y sonrío de medio lado, para ni molestarme en tratar de entender.
Lo gracioso es que en casa tampoco somos inmunes a esa locura del exclusivismo cacharrístico, y si yo tengo cinco tipos de dildos (y poco tiempo para jugar con ninguno), ¿con qué moral juzgaría a mi hombre por tener seis alternativas para cocinar el arroz, si además me lo pone en la mesa calentito y a mí me toca sólo dar las gracias?
Ah, pero ciertos “pinchahuevos” humanos sí me ponen la cabeza malita, como esa gente que (no) trabaja en un servicio y puede ver el puesto más sensible vacío por horas, o a su colega cargado hasta el tope, y por nada del mundo sale de su limitadísimo contenido laboral para dar una mano y contentar al “respetable”, como suelen llamarle en el circo al público.
También he conocido pinchahuevos sexuales; esos que sólo saben tres o cuatro movimientos básicos, anodinos, y de ahí no los saques porque se te quedan flojitos ¡o explotan de miedo!, como si de verdad necesitaran una agujita por la zona más baja para liberar tensión.
Otros parecen conectados a un termorregulador con alarma, y cuando más caliente tú estás, saltan lejos para cambiar el estímulo o se cogen un descanso porque sí: porque ya pasaron los minutos del manual, o les duele la quijada, las rodillas, el cuello… les duele todo, menos tus ganas malogradas en plena cúspide y a medio cocer.
Yo no sé las demás, pero a mí esas experiencias me ponían en modo avión: cero conexión, cero acceso al arsenal erótico de la nube tántrica y cero expresión de orgasmo-premio: ni real ni fingido por cariño, que ni eso merecen tales personajes cuando te dejan a medio cocer porque agotaron la llama de su escalfada imaginación.
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