“Lo del yeso es para varias semanas”, me alerta la joven doctora, y sin perder la dulce sonrisa me advierte que el escafoides es un hueso pequeño, pero tarda en sanar porque tiene poca vascularización y se necrosa fácilmente, así que en 15 días me dice si me operan o no... ¡Ah! y esta fractura deja secuelas, insiste.
Ya se imaginarán mi cara cuando el técnico amplió la escayola en lugar de quitarla, y con severas advertencias de no hacer NADA que perjudique mi recuperación. Por su tono de picardía mientras me vendaba desde el pulgar hasta el hombro, comprendí que otra vez mi vida sexual y afectiva sería la víctima de un torpe accidente, y respiré profundo para no darme cuerda yo misma, que ya bastante tengo con procesar el dolor y la picazón constante.
Otra vez, digo, porque acumulo un pésimo historial de inmovilizaciones en brazos y piernas que espantaron a quien me tuvo de pareja o me cortejaba en esa etapa, no tanto por lo que no podría hacer con mi cuerpo, como por lo demandante que me vuelvo al depender del tiempo y la voluntad ajena.
No sin pesar, lo reconozco: tratando de valerme por mi misma, caigo a ratos en una irritante violencia pasiva, bastante incómoda para quienes desarticulan sus rutinas por apoyarme y ni así escapan de mi lipidia ante cosas que quisiera (y no pude) lograr para que situaciones como estas no nos resulten tan desesperantes.
Una amiga me dice por telefono: “Menos mal que tienes compañía...” ¡Menos mal que tengo a Jorge!, le replico, porque un marido que no sepa (o no quiera) hacer nada sería inútil en este momento. Ella ríe y acota: “Tú no tendrías un marido así”, y también río, porque es la pura verdad.
Jorge no va a salir huyendo, como aquellos enamorados del preuniversitario que me creían inútil con un yeso porque no lavaría sus camisas (y sin yeso tampoco, pero no lo sabían). Jorge no me reprocha que me sumerja en series tontas si no logro dormir, como cierto personaje que no entendía mi desgano erótico mientras me recuperaba de una fea caída de la bici.
Jorge no habla de lo irreversible del reuma, o de la edad, como un novio que me obligó a ir con su amigo ortopédico, y entre ambos me engancharon yeso y muletas por una larga temporada, “ayuda” que en lugar de mejorarme me puso peor y perjudicó nuestra ya frágil relación desbalanceada.
Jorge es diferente, por muchas razones de su propio pasado y su naturaleza gentil. Cuando me acurruco en su espalda y apoyo el brazo escayolado en su cintura, percibo una tierna seguridad que se agradece mucho en estas circunstancias. Cuando me ve rondar ansiosa, envuelta en caos, emplea frases que son frenos a mi terquedad, pero nunca hostiles ni despreciativas. Cuando está trajinando y lo acaricio con la mano menos habitual, suspira quedo, sonríe un instante y vuelve a su faena (o una mía, asumida sin reproche), y al rato carga a Lunita y me abraza con ella para hacerme olvidar el malestar.
Aun así —lo confieso— por estos días me siento vulnerable. Por mucho que me autonime o me refugie en el trabajo intelectual, a ratos me pongo necia, mi pensamiento mágico se embrolla o me mortifico esperando acciones que no pedí verbalmente... y mi hombre es divino, pero no adivino.
Esta no es la versión de mí que prefiero compartir con la persona que me eligió para acompañarle hasta el ocaso de sus años. Pero ahora mismo es lo que hay, y justo por su capacidad de entender a esta Milo, y sobrellevarla, lo confirmo también como mi elección de vida.
En un instante de paz me asomo a la ventana y pienso en las crisis existenciales de algunas vecinas. La viuda a quien nadie toma de la mano cuando se siente mal. La que cuida al marido postrado y practicamente pide a Dios todos los días un final misericordioso, antes de que se le agoten las fuerzas. La que nunca se casó y vierte su necesidad de afecto en los perros y gatos del vecindario. La que soporta humillaciones del marido y su familia con tal de seguir en la Habana. La que tiene tres hijos de tres padres distintos y ni sumados hacen uno que valga...
De la cocina llega un delicioso olor a café. Sin pedírselo, Jorge me traerá en un rato una tacita, que dejará en la mesa con un beso en mi frente y una señal discreta de apuro, porque es tarde y aún debe ilustrar lo que tecleo a media máquina desde hace varias horas.
La certeza de contar con sus mimos me estremece, sobre todo porque no nacen de la lástima ni de un sentido de obligación: con o sin yeso, sé que haría muchas cosas por mí... Y yo también por él, ¡sin dudas! pero de todos los escenarios posibles, prefiero esta impotente vulnerabilidad.
No cambiaría roles ¡ni loca! Porque mi capacidad para afrontar los dolores es mayor que la suya. Porque su vida ha sido trágica, y es hora de que el mundo le sea más liviano. Y porque este amor nuestro ya superó las pruebas del capricho y la superficialidad, y no quisiera que a mi Jojo le pasara nada. Nunca.
Julio Enrique (Kike)
21/12/22 14:36
Amor del bueno. Cuídense mucho, a sí mismos, y uno al otro, porque ciertamente es un privilegio contar con una compañía tan amorosa y dedicada. Nunca dejen de tener presente que: " amor con amor se paga". Mucha empatía en todo momento, mucha comprensión, mucha entrega. Que nunca fale la comunicación, precisa y certera. Que les sea eterno ese amor. Así lo deseo yo también para mi Lisy y para mí, y no es solo desearlo, es actuar en consecuencia cada día para lograrlo.
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