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sábado, 23 de noviembre de 2024

Carta de frío para un viejo

Hay gente que le exige a su corazón ir más allá de lo posible y lo probable y hay corazones que obedecen… no por el acto servil de obedecer, sino porque descubren que el anhelo de su latir coincide con el anhelo de quien lo incita...

Mario Ernesto Almeida Bacallao
en Exclusivo 25/12/2022
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KaraZusia Carta de frío para un viejo
Cuba está llena de gente que, en su larga vida, lo ha dado todo (Pedro Pablo Chaviano Hernández / Cubahora)

Y de repente hay frío y hay un viejo asmático con el corazón lleno de fugas. Hay gente a las que se le rompe el corazón de gratis. Gente que no merece andar enferma así y a la que la vida ha castigado, porque la vida es terrible, como los días de frío. Pero hay otras que no, otras que han llevado voluntariamente el corazón al límite.

Mi abuelo Jorge a veces habla de cuando corría caballos en los campos de Manatí. Siempre menciona uno que, en su afán de ganar —los caballos saben para qué corren— se esforzó más de lo que su cuerpo podía y, contra todos los pronósticos, venció. Al día siguiente amaneció muerto, por el esfuerzo tremendo del ayer.

Hay gente que le exige a su corazón ir más allá de lo posible y lo probable y hay corazones que obedecen… no por el acto servil de obedecer, sino porque descubren que el anhelo de su latir coincide con el anhelo de quien lo incita. Comprenden también que hay anhelos que valen la vida misma y que a la vida dotan de sentido, porque ya han visto lo fácil que las vidas se gastan, lo común que es dormir y despertar sin que nada ocurra, sin que nada esté en juego, sin que nada cambie.

Hay gente que ha vivido a más de diez mil revoluciones por segundo y eso no sale barato. Cuesta tanto como la felicidad de haber vivido así.

Los días de frío son terribles y la gente se pone insoportable. Las ves ahí… casi envueltas en su propio cuerpo, con mil trapos encima, sin moverse mucho, como quien protege una vela del viento para que no se apague, para que caliente un poco más. Las ves como si quisieran un abrazo.

En el trópico, estos días gélidos llevan una connotación triple. En otras partes quizás no tanto, porque hay mucho frío durante mucho tiempo y es como normal. Pero aquí, aquí donde el calor ha sabido dar color a las paredes de las ciudades, a las ropas, a los rostros, aquí donde hay que pedirle permiso al sol hasta para nacer, el frío es un acontecimiento raro, insólito, esperado por unos y temido por otros.

La mayoría de las veces el frío llega en fin de año. Se unen dos cuestiones suigéneris: casi nunca hay frío y casi nunca es fin de año. Por tanto, si hace frío y el año va muriendo, de pronto se dispara la memoria hacia acontecimientos puntuales, fáciles de recordar, porque no ha habido tantos, como tantos, incontables, hay de los tiempos de calor, que son la vida entera.

A determinada edad ya no se celebra, más bien se conmemora. Nosotros, los que hemos vivido un poco menos, usualmente celebramos por cualquier cosa porque vivimos al fervor de los acontecimientos y no sabemos bien cómo sopesar lo que está pasando. Celebramos lo intrascendente y lo irrepetible, lo profundo y lo superfluo, todo parece merecer un brindis, una reunión, una oda. Eso no está mal, claro que no está mal.

Pero hay otra edad en la que ya se ha calado el espíritu de las cosas. De pronto —o no tan de pronto— la gente se vuelve más exacta y la exactitud resulta el síntoma fundamental de la sabiduría. Es la edad de los repasos a lo que uno ha sido, la edad en la que ves la maldad y dices: tienes otro rostro, pero esa forma de mover las manos cuántas veces ya la vi... Es la edad en la que ves la luz y dices: aunque vengas tenue, a ti también te reconozco, alumbra, ven conmigo, pasa.

De repente es navidad, eres viejo, tienes gripe, la rodilla medio pendeja, el corazón al hilo, una semana sin dormir y, en el ya corriente acto de repasar las causas, piensas en aquel día de la niñez, lejana infancia, en que alumbraba un arbolito escandalosamente modesto que mamá había adornado justo antes de morir. Y piensas en lo que dicen aquellas escrituras milenarias que te enseñaron, en lo del sacrificio en la persona del propio hijo, en el sacrificio de unos, las humillaciones, por darnos al resto la posibilidad —qué bellas son las cosas cuando se muestran posibles— de redimir nuestras infamias, que resulta nada menos que otorgarnos el derecho a ser mejores.

Y cavilas en el sentido de los misterios y en que tu vida, quizás sin pretenderlo, fue un poco el intento de emular aquella esencia de niñez, oculta entre tradiciones más mestizas de lo que ellas mismas cuentan. Y piensas que fue bueno vivir a diez mil revoluciones y que no eres tan único por ello, porque hay miles de años repletos de gente que vivió así, hay una cultura que te dice que los buenos hacen eso.

Entonces, en vez de celebrar, conmemoras. Conmemorar es el grado más sublime de la celebración, el más delicado y justo. Conmemoras esas pequeñas cosas, que es conmemorar la vida, no como hecho dado, sino como acto, como verbo imperativo, decisión… y te das cuenta, en medio del frío de este diciembre que no perdona a los viejos, que solo fuiste, eres, un ser humano, uno bueno, común, de los que saltan el umbral de los setenta, de los que pescan gripes y se les apendeja la rodilla, de los que llevan el corazón en punta y se pasan una semana sin dormir. Eso está bien, claro que está bien. ¿Qué esperabas?

Y lo mejor es que no morirás mañana. Mañana no.


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Mario Ernesto Almeida Bacallao

Periodista y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana


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