Cuando se habla de Diego Armando Maradona, resulta casi imposible andarse por entre los recovecos de la imparcialidad. O te gusta, o te inventas mil y una excusa moralista para detestarle. Pues, a fin de cuentas, con más o menos razón, en esto que los encumbrados ortodoxos de la lengua se empeñan en llamar balompié, cualquiera de las dos opciones vale.
Lejos se hace ya el fatídico día en el que rompió su pacto con el gol. Las jornadas de exquisita magia con el cuero cosido a los pies regateando a placer, sacándose de la chistera rabonas imposibles o incendiando el arco rival, han quedado atrás solapados por esa otra cara maradoniana, no tan oculta, en la que, como escribiera alguna vez el apasionado futbolero uruguayo Eduardo Galeano, salen a relucir sus “debilidades humanas, o al menos, masculinas: tragón, mujeriego, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable”.
Sus acérrimos defensores evocan la excelencia de una estética artística que revolucionó para siempre la manera de disfrutar e interpretar el juego. Sus incorruptibles detractores continúan empuñando la sucia daga de la cocaína, la efedrina y la especulación de quien sabe cuántos derivados más.
Mientras, Diego, oído sordo a una y otra parte, continúa la vida de rockstar regalando loas y patadas a Lionel Messi, inventándose al mismo tiempo analista- presentador y director de televisión, poniendo en vilo a mundo y medio con sus desmayos e incoherencias frente a las cámaras y, sobre todo, puteando a la FIFA, su hobbie favorito tras retirarse.
Porque al Pelusa le cuesta decir adiós. Todavía se mantiene fiel al “necesito que me necesiten” confesado a algún reportero de paso. Por eso, siempre que lo suponemos viejo y cansado, se nos aparece con una trastada solo a la altura de su impronta. Quizás por eso acaba de reventar Argentina al convertirse en el nuevo entrenador de Gimnasia La Plata, un histórico y depauperado club que, por ironías de la vida, podría servirle fácilmente de espejo.
Aun cojea, camina con dificultad a causa de la misma rodilla recién operada que hace apenas unos meses lo obligó a renunciar el banquillo de los Dorados de Sinaloa. Pero poco le importó. Maradona se presentó al antiquísimo Juan Carmelo Zerillo vestido todo albiazul y salió de las entrañas de un gigantesco lobo inflable para ser recibido, cual dios, en un peculiar entrenamiento-presentación en el que los futbolistas --por cosas inexplicables y únicas de nuestra región-- se temieron, y con razón, meros adornos.
Micrófono en mano, el Pibe de Oro habló, cantó, lloró y hasta intentó saltar al ritmo de una fanaticada que, como él, siente con premura la necesidad de dejarse ver. Allí, entonces el mismo epicentro del universo, desplegó entre lágrimas una arenga vibrante, romántica, esperanzadora y con sabor a guion de telenovela sobreactuada.
Acaso sin quererlo, desde hace mucho Maradona se transformó en el fetiche del propio personaje que el mismo se inventó, ¿o le inventamos?
Me disculparán sensibles, puristas de la deportividad y de otras miserias humanas, pero por más que uno lo piensa, la explicación a tan atrevida contratación se antoja cuanto menos incoherente.
Aunque entusiasta y perfecto conocedor de las interioridades del vestuario, el Barrilete Cósmico está a mil años luz de poder llamarse buen estratega, y si a eso le sumamos un equipo supercolista y con todas las papeletas para ganarse el descenso, por analogía, el resultado se avizora en desastre. Más claro ni el agua, la ecuación ganadora está lejos del césped y cerca de la caja registradora.
Mérito para el “presi” Gabriel Pellegrino, incapaz y torpe a la hora de impedir la consumación de una lastimosa temporada, pero hábil para interpretar el contexto de una liga huérfana de los paradigmas de antaño y para convencer con cantos de sirena a una vieja estrella del espectáculo.
Los números, pocas veces engañan. La entidad consiguió la inscripción de más de dos mil socios y regularizó la cuota de otros mil en escasos tres días. Además, ingresó un monto superior al millón de pesos en ventas de camisetas, banderas y pancartas con el diez y la cara del nacido en el recóndito Villa Fiorito. La maniobra parece obvia: hundirse asqueado de riqueza con Maradona de marca, mercancía y moneda de cambio.
En el fútbol, nada está escrito. Un soplo de suerte, algo de autoestima y algunos partidos bien preparados pudieran dar al traste con la hazaña de la salvación. Sin embargo, y hasta que se demuestre lo contrario, en el nuevo proyecto de Gimnasia La Plata se augura cualquier cosa, menos seriedad. Diego, te amo. Pero de corto… siempre de corto.
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