Amalia en el corral. Abel en el piso. Yo en la mesa. Elpidio Valdés en el televisor. Ellos juegan. Yo organizo la agenda editorial. De pronto, empieza la canción que Amalia intenta cantar: "Para Elpidio Valdés, patriota sin igual...”, y me sumo al canto sin tener conciencia de ello. Me contestan un correo y callo. Amalia me reprocha: "Mamá, tantión, tantión", y allá voy, esta vez dándolo todo: "El no cree en nadie, ni en esto ni en lo otro, ni en lo de más allá. Él no cree en nadie a la hora de buscar la libertad". Y mis hijos me miran con una expresión de felicidad tan genuina, tan ancha, que yo no cambiaría ese instante ni por todo el talento ni los estadios llenos del gran Silvio Rodríguez.
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Amalia come una galleta, absorta. La miro y siento esa oleada urgente del amor. «Dame un abrazo, Nani», le pido. Ella pone la galleta en el piso que acabo de limpiar. Las migas se dispersan. Con las manos libres me abraza apretado, hondo. No me importan las migas ni los gérmenes, solo importa el olor a sol de su pelo, y esos brazos que amanecen el día en plena tarde.
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Amalia decide que ya no quiere comer más, aparta el plato y me dice: «mamá, potre».
Abel va por la mitad de su comida, y mastica cada cucharada que le doy con voracidad, aún no ha saciado el hambre.
Yo, toda solemne, le contesto a Amalia: «Hija, espera, que tu hermano está comiendo». Ella me repite, determinada como es, «mamá, potre». Y yo le repito que tiene que esperarse.
Entonces, le doy otra cucharada a Abel, y él, como si se hubiera llenado por arte de magia, la escupe. Lo intento otra vez, y mueve la cabeza de lado a lado, con ese fresco «no» recién aprendido.
Entiendo la magnitud del complot y que me superan numéricamente. Vencida, pongo el flan encima de la mesa.
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