En noviembre de 2010 asistí al estreno de La noche del eclipse. Los que me conocen saben que la música es parte de mi naturaleza; estudio, análisis, memoria, investigación, disfrute. Y ahí estaba la música de Lico Jiménez, uno de los compositores cubanos más importantes de todos los tiempos y a la vez más requeridos de justa valoración. Se juntaban en esa ocasión la trama de la obra y una recreación de la intensa y breve relación sentimental entre dos almas que forjaron con su creación y pasión uno de los mitos de la lírica cubana hacia finales del siglo XIX: Juana Borrero y Carlos Pío Urbach. Alicia Alonso se había encargado de establecer los vasos comunicantes entre Lico, Juana, Carlos Pío, la poética del movimiento y la identidad insular.
De la música transité hacia el encantamiento de la danza, y eso se lo debí una vez más a Alicia Alonso, quien fue capaz de trascender las citas románticas previsibles, trasuntar el espíritu modernista finisecular y dar un toque de refinada actualidad a la concepción artística.
En ese momento recordé un hecho que vuelve a mi memoria: el parto de Génesis en 1978. De nuevo la música como imán, una obra electroacústica de Luigi Nono, a quien apreciaba como emblema de la vanguardia de aquellos tiempos y estos; artista e intelectual visceralmente comprometido con la misión transformadora del arte y el pensamiento. Alicia correspondía a la propuesta revolucionaria con una de idéntico calado; la gran bailarina de los ballets clásicos y románticos rompía esquemas y anticipaba una renovación de los códigos danzarios.
En uno, otro y muchísimos casos que especialistas de probada calificación y penetrante mirada han ponderado, se confirmaba algo que nunca debemos obviar, porque de hacerlo perderíamos una herencia sustancial que nos enorgullece: la bailarina excepcional, la maestra de largo alcance, la fundadora de la escuela, la directora ejemplar, la lideresa indiscutible e indiscutida fue a la vez una coreógrafa de altísimo relieve y pródiga cosecha. Por sí misma, su obra en esa zona de la creación la situaría en el Olimpo de los creadores imprescindibles de los siglos XX y XXI, y, me atrevería a decir, de todos los tiempos.
La valoración integral de esa obra descomunal llega con el libro El arte coreográfico de Alicia Alonso, producto de la investigación, el respeto, la admiración y el amor de Pedro Simón hacia una de las más recias y universales personalidades de la cultura cubana. El catálogo de Alicia abarca 63 títulos, a los que se añaden seis montajes para espectáculos operísticos y veladas puntuales. Respetables estadísticas que van más allá de las cifras en un repaso que pone su acento en hallazgos, novedades y alcances reveladores.
A los que piensan que el aporte medular de Alicia se concentra en la recodificación de obras clásicas y románticas —como lo hizo al revisitar y actualizar con enriquecedoras claves consustanciales el crecimiento en espiral de la Escuela Cubana de Ballet y su propia evolución estética; el legado de Petipa, Corelli y Perrot, de Fokín y Saint-Léon, de Dauberval y Vainonen, de Bournonville, Ivanov y Gorsky—, les sorprenderá la creación coreográfica de inspiración propia de la gran maestra.
Si se quiere una comprensión exacta del significado de la primera zona enunciada de la obra coreográfica de Alicia, tendrá que tomarse en cuenta lo que apunta en el prólogo del libro Pedro Simón: “El aporte de Alicia Alonso en la creación de versiones de las obras del repertorio romántico y clásico del siglo XIX merece un estudio abarcador que excede las posibilidades del presente libro. Porque su trabajo en la reposición de lo más genuino de la tradición coreográfica está enraizado con la esencia misma de esta artista. Tiene que ver con el hecho de que su genio enaltece el arte del ballet clásico y de la danza toda. No solo en el aspecto interpretativo, sino por lo que se deriva de las enseñanzas que ella legó a generaciones de bailarines y otros profesionales del ballet, de su época y para el futuro”.
Mas ese ejercicio perfiló la sugerencia de otras aventuras expresivas. A guisa de ejemplo, citaré la aguda observación del crítico cubano radicado en España, Roger Salas, al valorar la puesta en escena de Muerte de Narciso, de inspiración lezamiana. “Narciso, mitología y abstracción, en sí mismo, es también una poderosa sugerencia estilística. Un tema da curso y salida a una danza muy caracterizada y singular, como una motivación capaz de regir, de impeler el desarrollo rítmico y dotar al fragmento de estilo propio. Vemos en 11 minutos de danza un discurso completo y circular”. Con estas palabras, el crítico resume una virtud presente en buena parte de la creación de Alicia.
Con paciencia, olfato y laboriosidad, Pedro Simón ha conseguido reunir una valoración múltiple de la huella de Alicia en la realización coreográfica. No solo ha registrado juicios de críticos, sino de músicos, poetas y escritores de varias generaciones. Unos nacidos de la experiencia directa inmediata; otros, de la sedimentación en el tiempo. Además de entrevistas a la coreógrafa, fragmentos de reseñas y otros textos luminosos. De manera que es posible establecer vasos comunicantes entre las contribuciones de Dino Carrera, Juan Piñera, Ismael Albelo, Ivette Fuentes, Adis Barrios, Reny Martínez, Nara Araujo, el ya citado Roger Salas, Lester Vila, Ioshinobu Navarro, Yoandy Cabrera, Pedro Consuegra, Pompeyo Pino Pichs (por cierto, el balletómano más delirante de mi generación), Ubail Zamora, Mayda Bustamante y los fraternos Toni Piñera, Noel Bonilla y José Ramón Neyra, a quienes se suman críticos y personalidades de otros países. Cómo no resaltar la afluencia de textos de renombrados poetas como Eliseo Diego, Nancy Morejón y Roberto Méndez, altos representantes de tres promociones de la lírica cubana.
Ya he dicho que este espléndido y orientador libro se debe a Pedro Simón. Lo hemos visto al lado de Alicia, siguiendo paso a paso su trayectoria, colaborando en público y desde la intimidad con los proyectos de la genial artista, aportando lo mejor de sí en favor de la preservación y promoción de su legado. Pedro es eso y mucho más, y quiero honrarlo y reconocerlo como uno de los cubanos que ha dado valor a otros emblemas patrimoniales de la cultura cubana y latinoamericana. No puedo olvidar su paso por Casa de las Américas —guardo memoria de su excelente trabajo en el fomento del archivo y sus formidables y referenciales valoraciones sobre Lezama Lima y Dulce María Loynaz— y la ingente labor que desarrolla al frente del Museo Nacional de la Danza.
Tampoco quiero dejar de subrayar la enorme y comprometida gestión de Mayda Bustamante en la editorial Cumbres, para hacer posible este libro. A la amiga, que admiré en el deporte cuando conquistó, si mal no recuerdo, en su temprana juventud el campeonato nacional de tenis de mesa y con la que compartí faenas en el campo de la comunicación, la crítica y promoción de la ópera, la zarzuela y la danza, le encaja una frase muy cubana: ella no se despinta.
Valgan a manera de coda ciertas palabras de Alicia durante una entrevista recogida en el libro. “Para mí ser coreógrafa es dar todos los conocimientos que llevo por dentro. Tratar de darlos y todos al mismo tiempo; pero resulta muy difícil y siempre me hace sentir inconforme, porque creo que no he dado lo suficiente. No he logrado ponerlos en gestos, en coreografía en sí, y se me queda mucho por dentro, todavía necesitando dar más”. Lección de modestia que todos los artistas tendrían que asumir.
Ella siempre fue por más. Pues sabía, como proclamó Mariátegui en el orden de la revolución social para los nacidos en esta parte del mundo, que toda innovación nuestra, para ser auténtica, debía ser una creación heroica.
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