Cuando el próximo 19 de octubre se consagre al béisbol como patrimonio cultural de la nación será saldada una vieja deuda con nuestro deporte nacional y algunos defensores de esa justa idea podrán descansar, al fin, en paz.
Traído desde Estados Unidos en el siglo XIX, el juego de pelota, como le decimos los cubanos, hace mucho tiempo que es parte de la cultura nacional e, incluso, si hubiera que escoger dos ingredientes imprescindibles dentro de ese ajiaco, los votos serían para béisbol y música.
Desde sus orígenes el béisbol en Cuba se salió de las dos rayas de cal que delimitan el campo de juego y cuentan que en aquellos duelos fundacionales celebrados en el mítico Palmar de Junco, donde mismo se oficializará la declaratoria la víspera del Día de la Cultura Nacional, amenizaba la orquesta Faílde, que no solo tocaba en predios matanceros, sino que iba, con el equipo local, hasta donde este tuviera pactado algún partido. Venían a La Habana, y grupos musicales capitalinos les devolvían la visita, entre ellos, el de Raimundo Valenzuela.
Así fue consumándose un indisoluble matrimonio entre béisbol y música que luego enriquecieron Miguel Matamoros, Enrique Jorrín, la orquesta Aragón, los Van Van, Chapotín y sus Estrellas, Cándido Fabré, Buena Fe… y la lista, para ser justos, no tiene punto final, pues, con más o menos linaje, quién no le ha cantado a la pelota.
Algunos han sido peloteros y músicos, como Tiburón Morales, el primer zurdo en pegar un jonrón dentro del terreno en series nacionales, o el espectacular Manuel Alarcón, un artista del box que después intentó hacer sobre un escenario.
No hay juego que decida campeonato en el que no suene una conga, o se instale, en medio del graderío los amplificadores de la música para los entreinnings.
Pero no solo existen amoríos con la música. También los hay con el cine, las artes plásticas, la literatura, y ni se diga con el humor.
Entre los grandes literatos cubanos que han dedicado obras al béisbol figuran Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Leonardo Padura, Nicolás Guillén y Eliseo Diego.
Visto así, parecería que la declaratoria del béisbol como patrimonio cultural se debe a esa intensa relación con el mundo de las artes. Sin embargo, nuestro deporte nacional en sí es un arte, una expresión de lo genuinamente cubano, identidad.
Ha generado códigos que forman parte del léxico popular; frases que todo el mundo entiende, aunque nunca haya ido a un estadio, ni haya visto un juego por televisión: está en tres y dos; le dieron cuatro bolas malas; le cantaron el tercer strike; lo(a) cogieron fuera de base; la bola pica y se extiende; está más atrás que el ampaya…
Igual, la afinidad con un equipo determina grupos de pertenencia, color de ropas preferidas, hasta nombre para hijos o nietos.
Es una cultura heredada en muchas familias, vecindarios, que sobre todo en la primera mitad del siglo pasado acondicionaban terrenos en medio de las fincas, y con poquísimos recursos armaban una novena para jugar.
Ir a un juego de béisbol no es asunto solo de los seguidores de ese deporte; en los estadios se vive un espectáculo que trasciende lo meramente deportivo, aunque en Cuba aún es mucho lo que falta por hacerse en ese sentido.
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Esperemos que esta declaratoria sirva para repensar el espectáculo y se articulen alianzas que confirmen que ese es el deporte nacional, no por lo que diga alguien o esté plasmado en un documento, sino porque se juega corazón adentro, en las mismísimas venas de la cubanía.
Según María Teresa Blanco Santos, especialista del grupo de patrimonio cultural inmaterial del Consejo Nacional de Patrimonio de Cuba, el béisbol es uno de los poquísimos deportes en el mundo cuya práctica y saberes asociados ha merecido semejante distinción, y en nuestro país es el primero.
Una razón más para que desde ahora la pelota cubana viva tiempos de mayor esplendor, no solo por los resultados del juego en sí, sino en todo lo que la circunda. Ya no es solo patrimonio de quienes lo practican, sino patrimonio cultural de la nación.
Y eso, bien leído, bien entendido, es un jonrón de identidad.
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