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sábado, 20 de diciembre de 2025

El día en que no conocí a Guillermo Duyos

Guillermito había llegado con un jarrón de porcelana a la ciudad de Remedios muchos años después de que viera a su padre por primera vez levantando un trabajo de plaza...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 20/12/2025
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Parrandas
Artesanos de la nave de trabajo haciendo las famosas bolas de cristales de El Arbolito (Museo de las Parrandas)

Guillermito había llegado con un jarrón de porcelana a la ciudad de Remedios muchos años después de que viera a su padre por primera vez levantando un trabajo de plaza. El recuerdo que tenía, según me contó cuando lo recibí en la funeraria, era borroso, pero lleno de misterio. Había fallecido Guillermo Duyos y —contradictoriamente— pocos reconocieron en la ciudad el legado de uno de los más grandes realizadores de arte de las parrandas. Su hijo, que llevaba el mismo nombre, era una especie de reencarnación: un ser sensible, con esa parsimonia de los descendientes de chinos en Cuba, de ademanes educados y una total consagración a la memoria familiar. A pesar de que en Remedios la modernidad había borrado —al menos a nivel de comentarios de calle— la silueta de Duyos, aún unos cuantos lo recordábamos y estuvimos allí para rendirle tributo. El jarrón traía las cenizas que se colocaron en medio del saloncito donde fueron veladas. La última voluntad del maestro era permanecer en el cementerio remediano en medio de la paz y a la sombra de los árboles del sitio. 

De inmediato, vinieron a la mente las muchas anécdotas que a lo largo de la vida escuché de boca de otros parranderos acerca de Guillermo Duyos. Por una parte, su aprendizaje consciente de los rudimentos de las fiestas, su presencia en las casas de trabajo y de los faroles desde niño, su amistad con Inocente Moronta y Celestino Fortún, presidente de San Salvador el primero y realizador de trabajos de plaza el segundo. Esa escuela lo fue preparando hasta que su nombre comenzó a sonar en la plaza, cayó sobre los tejados de la ciudad, se adentró en las maderas de las casas y se hizo sustancia y esencia de las piedras de las paredes. Ni la trompeta parrandera con todo su estruendo pudo competir con el nombre del Chino Duyos, quien en su juventud hizo todo para llegar a la consagración y la excelencia. 

Parrandas

Trabajo de plaza Obelisco a la democracia, año 1941 (Museo de las Parrandas)

“Uno de los mayores recuerdos de una obra de mi papá fue cuando se hizo en Remedios el trabajo de plaza El salto del Hanabanilla y te puedo decir que todos esperaban que fuera un fracaso, porque era una estructura fea cuando estaba apagada, llena de pedazos de rocas y yerbas. Su presencia en la plaza resultada grotesca. El gallego del Hotel Mascotte saltó furioso y nos increpó, porque él como partidario de San Salvador no entendía que hiciéramos aquello”, así me contó Guillermito mientras estábamos sentados en los sillones de la funeraria, a pocos metros del jarrón, acompañados de la soledad de los pasillos y del silencio de la villa. Aquella pieza, por él relatada, aparece en la historia de las fiestas en el año 1955 y era una apuesta por el efecto de encendido. El agua con los poderosos focos de luz y la caída de una cascada fueron el golpe que le dio la victoria. Los trabajos de plaza eran por entonces el rompecabezas de las parrandas y siempre se esperaba algo nuevo, un descubrimiento, una aparición sorpresiva o un efecto que rematara al contrario. 

Guillermito sabía que en la ciudad no se le había hecho el suficiente caso al deceso de su papá. Eran tiempos, además, de cierta desidia e incomprensión institucionales. El director de la Casa de la Cultura de Remedios, Álvaro Arias, me había llamado para que me hiciera cargo del hijo de Duyos. El recibimiento no tuvo banda de música, ni siquiera las polkas tradicionales. Una bandera del barrio San Salvador escueta acompañaba las cenizas. No hubo autoridades ni de cultura ni de otras instancias. “Las palabras de la despedida de duelo tendrás que decirlas tú”, recuerdo que me dijo Álvaro. Y yo sentí ese golpe del nerviosismo en el pecho. Poco a poco, a lo largo de aquella jornada, fui reviviendo los recuerdos que en Remedios se han trasmitido acerca de un nombre tan mítico como Duyos. 

Octavio Carrillo contaba, desde un rincón de la sala de mi casa, que una de las imágenes más vívidas de su juventud consistió en un trabajo conocido como Tras el Kremlin surgió un nuevo sol, hecho a la caída del Machadato. Aquel nonagenario fanático del barrio San Salvador, siempre decía, antes de comenzar cada parranda, que apostaba tres pesetas a su gallo, aunque ya desde hacía mucho las pesetas habían perdido su valor. Seguía midiendo las fiestas a partir de la trascendencia de inicios del siglo XX, cuando todo estaba conformándose aún y la ingenuidad era el ingrediente mayor. El trabajo de plaza del Kremlin tenía una particularidad: era la primera obra de Duyos, por entonces un muchacho de la sargentería sansarí, del cual se desconfiaba porque se le juzgaba como inexperto, aprendiz de los grandes realizadores. Celestino Fortún —quien era por entonces considerado el maestro diseñador— había cedido de manera momentánea su puesto en el barrio y muchos temían que todo terminara mal. Pero, según contaba Carrillo, el uso de los focos de luz de color rojo, la silueta inmensa del palacio y la sensación del invierno; trajeron la atmósfera moscovita hasta Remedios. Además, aquel trabajo de plaza tenía otro trasfondo. Recién acontecida la Revolución del 30 en Cuba, las ideas bolcheviques estaban en boga, así como los debates en torno a la izquierda, el socialismo y la Unión Soviética. La pieza fue no solo atrevida en su diseño, sino que su tesis rozaba en la herejía para la época. Los miembros del Partido Comunista de Remedios rodearon aquella obra durante horas. Duyos fue visto —a partir de ese año 1934— con sospecha por las autoridades republicanas y las fuerzas reaccionarias de la villa. ¿Un homenaje a Stalin?, ¿propaganda “roja”? Los comentarios llenaron el tiempo detenido y monótono durante meses. 

Cuando se ha vivido entre parranderos y uno conoce las interioridades de cómo se fragua un artista, se sabe que la formación es fragmentaria, a saltos, casi a la manera de iluminaciones momentáneas, de intuiciones fugaces. Las naves servían de escuelas talleres donde se aprendían diversos oficios. Estaban la hojalatería —que en ese momento resultaba crucial para las piezas de los trabajos de plaza— la cristalería, la electricidad, la carpintería y la escultura. Duyos no tuvo universidad, todo su bagaje era autodidacta. Leía lo que le cayó en las manos, sobre todo arte e historia. Era un cultor de lo novedoso, siempre se estaba preguntando cómo hacer algo diferente, aunque luego no resultara o terminase en un fiasco. Desde aquel primer proyecto vinieron otros y —en gran medida— a él y a Celestino Fortún, que se alternaron en el barrio, se debieron el crecimiento y el lujo de los trabajos de plaza en la primera mitad del siglo XX. De pequeñas pagodas, de quioscos y arcos de triunfo pasaron a obeliscos cada vez más altos, a mezquitas árabes bellamente decoradas y edificios modernos. El pequeño dinamo con intermitente que se colocaba en el interior de las obras era el corazón que otorgaba la victoria. Se trataba de un objeto que aún hoy se conserva y que desde 1921 fuera introducido por San Salvador en las parrandas.  

Pero el mayor sueño que marcara la vida de Duyos y que viera realizado en la plaza de la ciudad fue El Arbolito, un trabajo que estaba compuesto por bolas de cristales, luces, movimiento y agua. El efecto era el de una fuente de luz que imprimía en las paredes —a lo largo de la noche parrandera— miles de figurillas y de reflejos. Del origen de esta idea hay dos versiones. Una la cuenta el propio Duyos en testimonio que apareciera en el ensayo Las parrandas remedianas del escritor Miguel Martín Farto. Según aparece en el libro, Duyos recibió a Míguez —un popular artesano de aquellos años— en La Habana y allí mismo en una conversación surgió la iniciativa inspirada en las escenografías de cabarets y centros como Tropicana. Otra versión la escuché de la voz de Carmen Rodríguez, hija del legendario carpintero y electricista Manolo Rodríguez. Según ella, su padre llevaba tiempo observando los fenómenos del reflejo y la refracción de la luz a partir de unos cristales y espejos que tenía en su taller de la carretera que conduce al poblado de Zulueta. Si bien resulta imposible determinar de cuál de los dos procesos surgió El Arbolito, fue ese efecto lo que lo situó a partir de entonces como un símbolo del arte en Remedios. Era común —en los días posteriores a aquel 24 de diciembre e 1959— ver montones de autos por la noche, provenientes de varios sitios vecinos, que se detenían en los alrededores del trabajo de plaza. Todos querían verlo. Luego fue expuesto en el Paseo del Prado de La Habana. Desde entonces, el folclor recoge la famosa frase de “es tan bueno que le gana a El Arbolito” para referirse a cualquier trabajo de plaza de calidad. La pieza figura en los estandartes del barrio San Salvador como un recordatorio de aquella victoria. 

Parrandas

Trabajo de plaza El Arbolito, de Guillermo Duyos, año 1959. Expuesto en el Paseo del Prado (Museo de las Parrandas)

Guillermo Duyos ya era escenógrafo de la televisión y llegó a ser uno de los más nombrados en el recién creado ICRT. De sus manos surgieron numerosas ideas para aventuras, novelas, cuentos; siempre estuvo presente la impronta de los talleres de parrandas y eso era visible en los niveles de ingenuidad que lo acompañaban. Siempre, cuando llegaba diciembre, iba hacia la terminal y en las famosas guaguas camberras viajaba hasta Remedios. Allí, al bajarse del ómnibus, estaban sus amigos: Carrillo, Genaro, Luis Maleta; todos parranderos que hicieron sus obras en las primeras décadas del siglo XX. La vieja guardia —como se hacían llamar esos hombres— asumía la realización de los días del remediano ausente, los 23 de diciembre, cuando se recibían los trenes y los transportes llenos de personas que alguna vez vivieron en la villa y que se habían mudado a la capital. Duyos no siempre realizó obras para las fiestas, en ocasiones miraba desde la barrera y daba sus criterios. No le gustaba que los temas se repitieran o que las estructuras fuesen simples. Durante más de una década, dejó de diseñar para las parrandas. Los años le pesaban. Atrás habían quedado las carrozas que también hizo para los carnavales de La Habana y que ganaran premios por su lujo, originalidad y brillo. 

Mi padre —que aprendió de aquellos maestros cuando era un niño que iba a las naves de artesanos— hablaba con admiración de un trabajo de plaza de Duyos llamado Monumento a la música parrandera. La pieza era una estructura en espiral que terminaba en lo que se conoce como un tubo de mortero —usado en las fiestas para lanzar cargas explosivas pesadas al cielo— pero en lugar de fuego, la cúspide escupía una serie de cabillas con luces que simulaban el destello. Poco a poco, a lo largo de la noche, las bombillas se fundieron y el efecto se opacó. En la base de la obra había una serie de figuras de atrezo hechas con papel maché que representaban a los músicos de la banda parrandera. Sin embargo, a la hora de colocarlos no se pensaron lo suficiente y algunos quedaron rezagados en el parque, puestos al azar en un estado de abandono. La idea del trabajo era genial, rompedora, pero la concreción dejó mucho que desear. Luego de eso, el propio Duyos reconoció que no llegaría jamás al éxito de El Arbolito y se concentró en la familia y la vida en La Habana. 

La vieja guardia de los parranderos creó en los años ochenta del siglo XX una peña que cada diciembre viajaba desde Remedios hasta Bejucal en unos encuentros con las charangas (la tradición de dicho pueblo). Como había puntos de contacto, el diálogo entre las comunidades de portadores se fue enriqueciendo. Duyos participó de esas expediciones, contribuyendo con la parte logística. Los remedianos eran recibidos en la Casa de la Cultura de Bejucal, luego se les daba un tour por las naves de trabajo de los dos barrios y el viaje terminaba en la noche con el encendido de las famosas “sorpresas”. Estas piezas eran unos cajones que iban evolucionando a la manera de muñecas rusas uno dentro de otro con luces y decoración hasta que se producía un descubrimiento en la cúspide, generalmente con una figura de atrezo. De esos contactos, tanto Duyos como Carrillo tomaron la idea de llevar a Remedios las “sorpresas” y unificar los códigos de ambas fiestas. Como iniciativa era algo atrevido, pero concretarlo en la práctica sería lo espinoso de este entuerto.    

Era fines de los ochenta y aún estaban en boga los vuelos espaciales, las expediciones misteriosas, las sagas televisivas sobre los extraterrestres. La propaganda de la guerra fría con la carrera por alcanzar las más grandes distancias aún resonaba. Duyos proyectó un tema futurista, lo hizo en una maqueta de madera como solía. Aquel objeto se llevó con recelo desde La Habana hasta Remedios, se analizó y aprobó en la nave de trabajo de San Salvador. Alguien dijo alguna vez que los sansarices abrazaron aquello solo porque se trataba de Don Guillermo Duyos, el autor del célebre trabajo de plaza insignia. Muchos se habían opuesto a una idea que, por su lejanía con los códigos parranderos, obviamente no iba a ser funcional en la competencia contra el barrio El Carmen. Pero los carmelitas desde hacía años habían comenzado a traer a Roberto Prieto, el maestro carrocero de Camajuaní, y los sansarices buscaron entonces una contrafigura en el mítico realizador de tantos éxitos. Supuestamente era un duelo de gigantes. “Pero a Duyos ya le patinaba el coco” agregaban los comentarios de quienes lo conocieron en la nave de trabajos. Se supo de no pocas discusiones entre el maestro y los jóvenes decoradores debido a la diferencia generacional. A pesar de que en una ocasión uno de esos muchachos intentó desautorizarlo, tanto la directiva como la vieja guardia se mantenían firmes en su apoyo al proyecto. 

Sin embargo, la vieja guardia también se había resquebrajado. Una tarde, con mucho sigilo, Carrillo llevó a su amigo Genaro a la nave para ver la maqueta. Tras muchas medidas de seguridad y con la sola presencia de ellos dos y el presidente Jesús María Valdés, accedieron a un cuarto cerrado donde estaba aquel tesoro. Genaro —sansarí receloso, furibundo— no dijo ni una palabra durante la explicación que le dieron acerca de los descubrimientos y las piezas giratorias de la carroza espacial. A la salida de la nave, seguía en silencio y tras la mucha insistencia de Carrillo para que diera su parecer, Genaro se viró en seco y dijo: “qué clase de m…Carrillo”. La amistad —que databa de inicios de inicios de siglo— estuvo rota por años. Un mal presagio para un proyecto que tenía la virtud de ser novedoso, original, pero quizás solo eso. 

Llegado el día de la parranda, el cajón totalmente de blanco, con un diseño tosco, se rebautizó popularmente con el nombre de “tanque de guerra”. Era una pieza enteriza, sin una coherencia, futurista, con varios mecanismos giratorios y un descubrimiento. Cuando la carroza evolucionaba, en lo más alto salía un hombre vestido de cosmonauta y alzaba la mano en la cual brillaba un rayo láser simulado con focos de luces. El atrezo tampoco quedó todo lo logrado que se esperaba y algunas piezas se sacaron de la nave a última hora, quizás buscando no darles tanto realce. Duyos, con su optimismo, pidió que todo se armara en el parque. Al filo de las siete de la tarde, con el sol escondido y en sigilo encima de una carreta, dos sansarices llevaban la figura del cosmonauta. Entonces pasó lo insólito, lo absurdo. Un niño, en la puerta de su casa sita en la calle de la mar, salió corriendo al tiempo que gritó: “¡Mami, mira qué muñecón más feo lleva San Salvador para el saludo!” Los dos custodios de la escultura —avergonzados— se lanzaron del transporte. 

El año del tanque de guerra quedó en la memoria como uno en el cual San Salvador gastó recursos en una idea arriesgada, llena de desafíos, cuyos códigos no se comunicaron con el público parrandero. Lo que funcionó en Bejucal era ajeno a Remedios. Duyos optó por el retiro total, conservando la buena fama de sus triunfos, la belleza de una era en la tradición de inicios del siglo, que ya no encajaba con las exigencias de la modernidad. Los juegos de luces, las estructuras elegantes, la funcionalidad en la carpintería y la profesionalización de las parrandas; les pasaron factura a la improvisación genial y el golpe de efecto intuitivo del viejo maestro. 

Guillermo Duyos se jubiló del Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT), pasó a una existencia tranquila y anónima en La Habana, alejado de las parrandas. En Remedios, su obra El Arbolito siguió siendo el paradigma del trabajo de plaza por excelencia y las luces pudieron más que aquella estela gris del “tanque de guerra”. A veces, en las peñas del parque —que se tornaban debates feroces en los que cada quien buscaría ganar una discusión— se hablaba de Duyos como el maestro que era. Lo citaban como un hombre mítico, que prefería fallar innovando que acertar siempre con lo mismo. Poco a poco, los sucesos fueron pasando al silencio y, con las décadas, las nuevas generaciones no eran capaces de aquilatar la grandeza de aquellos viejos parranderos que desbrozaron el camino. Entre técnicas con programas informáticos, montajes con andamios de metal y diseños digitales; los trabajos de plaza se fueron automatizando hasta tornarse piezas robotizadas. Este elemento perdió su tridimensionalidad al volverse una galleta de cartón con luces —como la bautizan quienes sí conocieron la era de oro— y por ende el frente artístico que menos ha evolucionado en los últimos cuarenta años. Se extraña —a la altura de la primera mitad del siglo XXI— aquel atrevimiento de Duyos de traer matojos con piedras y llamarle a eso obra de arte. 

Los sillones de la funeraria de Remedios permanecían detenidos. La bandera de San Salvador —replegada en un rincón— estaba lejos de su belleza habitual en las plazas y calles. Guillermito me había dejado su agradecimiento hacia quienes estuvimos allí para reconocer la impronta de su papá. Minutos después, el cortejo, no muy tupido, partió hacia el camposanto. Estuvimos allí, golpeados por un sol que contradecía aquella sombra injusta que acallaba a una de las figuras cimeras. 

Al regreso, antes de despedirnos, Guillermito me dijo que se mudaba a Brasil y que extrañaría escuchar a su padre con las historias que se pasaba el año contando sobre las parrandas. En los rasgos de su rostro y en la estatura —típicos de los chinos— se adivinaba el mismo espíritu de su progenitor. Recordé las fotos que por años les dieron la vuelta a varias carpetas de mi computadora, en especial una en la cual estaba un joven Guillermo Duyos junto a su novia, ambos pintando el telón del teatro de Remedios. El tiempo había dictaminado que su última carroza no encajara en los nuevos códigos parranderos y ahora el abismo se estaba llevando —con su implacable poder— el legado de uno de los más grandes testimonios del arte popular. Durante unos años me escribí con Guillermito. Luego perdimos contacto. No sé si sigue recordando cada vez que llega diciembre, las anécdotas de su papá. 


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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