Muchos y bien ganados han sido durante años los homenajes a Fina García Marruz y a Cintio Vitier, y seguirán siéndolo. Fueron dos seres humanos buenos, sabios y útiles. Mejor dicho: lo son y lo serán por su obra y su conducta, y desde el punto de vista de sus creencias, por las que podían sostener como José Martí en su prólogo a Poema del Niágara, de Pérez Bonalde: “La tumba es vía y no término”.
Pero los presentes apuntes, ordenados más o menos aleatoriamente, no merodean por la trascendencia que los caracterizó. Son simples recordaciones de cercanía, en una relación profesional y humana que honró a quien los escribe. Nos unió en el Centro de Estudios Martianos un trabajo intenso, y los frutos hablan, aunque aquí se verán no más unos pocos de los momentos en que la cordialidad y la risa hallaban espacio por entre tareas a las que nos entregábamos con pasión.
“La pareja que Cintio y Fina fueron, y que seguirá siendo más allá del recuerdo de quienes los conocimos, incluía la voluntad de protección mutua”.
1/ Cuando hace unos años le pedí a Fina que me autorizara a contar públicamente la anécdota, se echó a reír. Dio por sentado que era invención mía. Pero no lo es, y se lo hice saber, aunque lamento no recordar a quién se la oí. Felizmente, sin dejar de reírse, ni de repetirme: “Eso es otra travesura tuya”, terminó diciéndome: “Está bien, cuéntala”.
Un día ella se le acercó a Cintio y le dijo: “Tengo algo muy importante que confesarte”. Al cabo de años de un matrimonio de unidad indestructible y sin secretos, él pondría cara de asombro, o de preocupación, y ella le hizo saber: “Estoy enamorada de Martí”. Con cara de alivio, o de júbilo, Cintio le contestó: “No te preocupes, yo también”.
2/ Recordábamos algo que he tratado con ánimo esclarecedor en varias páginas: el modo entrañable como Fidel Castro hizo suya una idea que Martí plasmó en su carta del 15 de diciembre de 1893 a Antonio Maceo: “Yo no trabajo por mi fama, puesto que toda la del mundo cabe en un grano de maíz […]”. Valdría añadir lo que sigue a lo citado, pero ahí está el núcleo del asunto.
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En las urgencias de su hacer, a menudo el líder revolucionario asumiría a Martí de memoria, o de corazón, como se dice en otras lenguas. Así resumió aquellas líneas en un aforismo que no es exactamente lo que Martí escribió: “Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”.
En la conversación se abordó el asunto, sin soslayar la responsabilidad con que el Comandante procuraría mantener a raya el asedio de la gloria, y Fina terció de un modo que no se debe considerar lapidario, lo que recuerda tumbas, sino didascálico. Sonriente, y con la voz de niña o de escolar sencilla que nunca dejó de tener dijera las maravillas que dijera, acotó: “Eso prueba la grandeza de un grano de maíz”.
“Como Fina, Cintio era agudo en general, y asimismo al interpretar valoraciones hechas por otros, y tanto su altura intelectual como ética le impedían ser acrítico”.
3/ La pareja que Cintio y Fina fueron, y que seguirá siendo más allá del recuerdo de quienes los conocimos, incluía la voluntad de protección mutua. Sufrían por lo que hiciera sufrir al otro. Una tarde esperábamos que empezara un panel del que formamos parte en un foro internacional celebrado en el Palacio de Convenciones habanero, y Fina empezó a hablarme de la saña contra Cintio de otro escritor relevante y también cubano, pero rabiosamente enemigo de la Revolución.
A ellos no les perdonaba que permanecieran en la patria y la defendieran como lo hacían, y por aquella fecha rabiaba especialmente contra Cintio, a la sazón diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular. A Fina le dolía, más que si fuera contra ella, que alguien destilara tanto veneno contra el compañero de su vida, y lo que se me ocurrió decirle para amainarle su tristeza fue: “El resentido no soporta que Cintio haya llegado a hijo diputado de la patria, porque él no logra completar para sí el término diputado: le falta la última sílaba”. Fina se rio como una adolescente, y le cambió el ánimo.
4/ Delante de Fina se privaba uno de usar ciertas palabras, por el respeto que ella imponía hasta con su ternura (de acero, es verdad —lo confirmó su actitud ante sucesivas muertes que podían haberla derribado—, pero ternura). Hubo en Nicaragua un Simposio Internacional al que asistimos con otros colegas, y al que llegamos gracias a que nos adelantaron el vuelo, porque el avión en que, de acuerdo con la primera fecha asignada, debíamos haber viajado a Managua, se cayó en pleno vuelo antes de rebasar el territorio cubano, y no hubo sobrevivientes. Ese hecho nos marcó todo el tiempo, pero en el foro empezaron a presentarse ponencias de tal pesadez que a muchos nos daba por aplicarnos la terapia de escribir décimas y sonetos que eran o creíamos jocosos.
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Roberto Fernández Retamar se empeñó que leyera uno de mis sonetos ante un grupo de personas afines en uno de los recesos, y yo me negaba, porque Fina estaba presente y el texto finalizaba con una palabrota que le roncaba. Pero Cintio se sumó a la insistencia, y acabé leyendo el soneto. Luego ella, que también se rio, me comentó aparte, no sabía yo si apenada o molesta: “Eso es lo que no me gusta de mis amigos”, y me aterré pensando qué añadiría, pero dijo enseguida: “Piensan que soy una niña tonta”. ¡Ella, que era una sabia!
“‘Estoy enamorada de Martí’. Con cara de alivio, o de júbilo, Cintio le contestó: ‘No te preocupes, yo también’”.
5/ Como Fina, Cintio era agudo en general, y asimismo al interpretar valoraciones hechas por otros, y tanto su altura intelectual como ética le impedían ser acrítico. Una de nuestras conversaciones giró sobre déficits apreciables en la educación del país, y se extendió al hecho de que a menudo en la campaña de buenas intenciones desplegadas para erradicarlos se reiteraba que éramos el pueblo mejor educado y más instruido, o culto, del mundo. Cintio coronó la plática con un broche que solo dejó margen para reflexionar: “Aun si lo fuéramos, anunciarlo sería una muestra de mala educación”.
6/ Los tres fuimos invitados a un foro que trataría sobre valores culturales, y en uno de los paneles, centrado en el lenguaje, desde sus primeras palabras el moderador asumió las inmoderadas arremetidas en boga entonces contra el uso de asere. Alguien del público impugnó tal saña, y opinó que una cosa eran las actitudes que se identificaran, con justicia o sin ella, como “propias de aseres”, y otra el uso contextual y ocasionalmente aceptable de ese vocablo.
Pero el moderador se ponía nervioso al oír que se discutía la línea que, al parecer, le habían orientado defender, aunque en el debate se le recordó la procedencia del término, asociado a la introducción de esclavos africanos en Cuba. Según un reconocido especialista en el tema, es de origen carabalí y, aunque ha terminado usándose como vocativo —en lugar de palabras como amigo, socio o compañero, y otras—, viene de un giro que podría entenderse como “yo te saludo”.
Al día siguiente, en una de nuestras conversaciones, Fina se refirió al panel, y añadió un comentario que solo podría entenderse a fondo sabiendo la inmensa y fundada admiración que sentía por la gran artista a quien dedicó —entre ensayo, semblanza y poema— el precioso texto “Alicia Alonso en el país de la danza”.
Prueba de esa admiración dio también en conversaciones nuestras, en las que alguna vez se refirió a la última etapa de la gran bailarina sobre el escenario, cuando había quienes decían que ya no bailaba, y Fina tuvo una salida propia de su ingenio: “Esa es la gran diferencia: las otras tienen que bailar, y a ella le basta subir al escenario. Es como si un jarrón de porcelana se moviera con más plasticidad y gracia que quienes bailan. Ella, con mover un brazo, es ya un ballet”.
Pero volvamos al panel sobre el lenguaje y la obstinación en desterrar un vocablo que, como otros, además de tener las raíces que tiene, cumple sus funciones y ocupa sus espacios “y quien lo probó, lo sabe”, diría Lope de Vega). Pero Fina se limitó a decir: “No sé por qué se empecinan contra asere, y repiten con tanta tranquilidad lo de prima ballerina assoluta”. Para pensar, ¿no?, porque si se quiere rendir culto sin fisuras a lo castizo, muy bien podría decirse primera bailarina absoluta.
Fina, sabia, podía estar pensando en una definición como la rastreable en lo más elemental de internet: “Se confiere [ese título] de manera no reglamentada, generalmente por un gran teatro, por el gobierno de una república o por la corte real de un régimen monárquico. La prima ballerina assoluta se supone que es reconocida como la bailarina absolutamente más grandiosa de su tiempo”. Eso último sí pensaría Fina acerca de nuestra inmensa Alicia, maravilla no solo del país, y con quien el autor de este granerío tiene una deuda, felizmente pagable: contar algunos hechos que recuerda de ella en España.
“Los dos eran sabios en diversos temas…”
7/ Hablábamos del sectarismo ateo, que tanto sufrieron ella y Cintio, y del que salieron con la ganancia martiana de estar a la vez libres de rencor y de afán de capitalizar como rentable lo que habían padecido. Fina recordó lo que le había contado un modesto dirigente revolucionario, un hombre de pueblo. Se le confió hacer trabajo político en una comunidad rural donde integrantes de una denominación religiosa, obstinada y con estímulo que recibían de enemigos de la Revolución, hacían prédica de zapa contra ella. Al calor de la conversación recordé para mis adentros versos de entonces del Indio Naborí sobre presuntos evangélicos: “Andan tantos por ahí/ lechuzas que en forma grave/ quieren que el mundo se acabe/ cuando empieza para mí”.
El revolucionario de la anécdota no tenía alta preparación académica, pero sí inteligencia y honradez. Así cumplía su deber, y se ganó a la comunidad, incluyendo a los miembros del grupo religioso aludido. Dicho con una expresión popular, se los metió en el bolsillo. Un día enfermó y lo ingresaron en el centro médico de la zona, en el que compartiría habitación con un compañero que no se había librado del sectarismo ateocrático.
En las visitas que iban a ver a los pacientes, no faltaban integrantes de aquel grupo religioso, que saludaban especialmente al patriota cordial. Le deseaban pronta curación y le decían que rezaban por él, para volver a tenerlo pronto entre ellos. Él correspondía con amabilidad y, aunque no fuera creyente, agradecía sinceramente las oraciones.
En la primera visita, en cuanto los visitantes se marcharon su compañero de habitación lo regañó: “¿Cómo es posible que agradezcas que recen por ti, si tú no eres religioso?”, y el de inteligencia natural le contestó: “Prefiero que haya religiosos con buenas intenciones rezando por mí, y no ateos hijos de […] deseándome la muerte”. Tan significativa era la anécdota, como el rostro radiante con que la contó Fina. De seguro me ganaría su reproche si viera que por pudor mutilé lo que ella dijo con todas sus letras; pero vuelve a pasarme lo que en el simposio recordado, cuando no me atrevía a decir delante de ella ciertas palabrotas.
8/ Culto y de vocación filosófica, Cintio estudiaba por su cuenta a Marx, sobre todo al ver la presencia del marxismo en la patria de sus desvelos, y de su fe. Hubo además un episodio que lo movió a intensificar el braceo, y aun a escribir un texto, luminoso como suyo, que ahora no estoy seguro de que esté publicado. Cierto estudioso de Martí y del movimiento obrero —pero con escasa hidalguía, aunque la proclamara— falseó citas de Martí a diestra y siniestra para convertirlo en defensor de la Comuna de París. No se abundará aquí en el tema. Solo se apunta que Cintio siguió siendo fiel a Martí y a la patria, y al espíritu de la Comuna, vale añadir, mientras que aquel estudioso se fue a los Estados Unidos como siervo de sus medios de desinformación.
Fina García Marruz y Cintio Vitier fueron dos seres humanos buenos, sabios y útiles. Mejor dicho: lo son y lo serán por su obra y su conducta.
9/ Los dos eran sabios en diversos temas, pero si de algo en especial podíamos aprender de ellos quienes no teníamos formación religiosa, era sobre temas de ese contenido o relacionados con él. Lo aquí recordado se ubica en un momento en que aparecieron o “reverdecieron” varios textos que discutían sobre la existencia real de Cristo, o la ponían en duda, vieja discusión que no parece acabar, ni quizás sirva para mucho. En una de las “rachas” en que circuló, le pregunté a Cintio sobre la posibilidad de que Jesús no hubiera existido. Lo hice con el mayor respeto, interesado en aprender, y él reaccionó con aleccionadora ecuanimidad: “Si no existió, sería todavía más grande, con todo lo que generó sin haber existido”.
10/ Otras interesantes reflexiones suyas sobre ese tema no serían propias de este semillero de maíz. Añado, sin embargo, que ni él ni Fina desconocían ni menospreciaban los errores, crímenes incluidos, de su Iglesia. Y algo determinante: nada los hacía abandonar lo que abrazaban como la justicia del cristianismo originario. Para ellos lo fundamental estaría en la dimensión ética del cristianismo, no precisamente acaso en lo que, para entendernos, podemos llamar cuestiones de revelación, y que tan tanto representaría para ellos. Como en otras cuestiones, algo los identificaba en eso con Martí —quien vio a Cristo como ejemplo de ética y conducta—, y algo los diferenciaba de él, que no asumió a Cristo como el hijo encarnado de Dios.
11/ En los años en que quien esto escribe cursaba los estudios del doctorado, con alguna frecuencia hablábamos sobre los profesores cuyas clases se disfrutaban más allá del deber académico. Sobresalía la doctora Zaira Rodríguez Ugidos, cuya muerte en un accidente automovilístico privó prematuramente al país de alguien que debía seguir brindando luz, y lo habría hecho. Antes y luego hubo otros profesores, y no todos lograban del estudiantado una valoración entusiasta comparable con la dedicada a la profesora fallecida, o a la doctora Thalía Fung Riverón, con quien tuvimos las sesiones finales.
Un día conversábamos sobre temas relacionados con el marxismo, y le pregunté a Cintio, en broma, por qué, si estaba interesado en seguir profundizando en el pensamiento de Marx, no se matriculaba en el curso, que entonces no se hallaba en sus mejores momentos. Su respuesta fue sonriente y concisa: “Porque me atraso”. Y lo mejor, o lo peor, es que no le faltaban razones.
Añado, mera curiosidad, que fui condiscípulo suyo en una aventura “académica”: el curso de automovilismo para obtener la licencia de conducción. A su edad ya no tendría los mejores reflejos para ese aprendizaje, ni estaría para ciertos desplantes que podían brotar de instructores que de algún modo se arriesgaban la vida en la vía pública intentando formar choferes, y no tendrían talante socrático. Él no terminó el curso, y se reía cuando le decía que en mi currículo yo tenía el mérito de haberlo superado por lo menos en una asignatura.
“Unión inquebrantable y nombres iban parejos en ambos”.
12/ En el Centro de Estudios Martianos abundaban visitas profesionales, y una de ellas fue de puertorriqueños deseosos de informarnos sobre el trabajo que hacían para conmemorar en su tierra el bicentenario de Eugenio María de Hostos. Acudiendo al buen humor, uno de los visitantes comentó que, de tanto que estaban haciendo, temían hostigar al público. Nos reímos, y la risa creció al añadir Fina: “A nuestro público nosotros a veces lo martirizamos”.
Nadie sospechará que no consideraba necesario divulgar acertadamente —con calidad y honradez, y tino cuantitativo— la vida y la obra de Martí. Solo que tanto ella como el visitante boricua tendrían en mente, al igual que quienes los escuchábamos, una tendencia que parece hermana gemela del embullo caribeño, y a la cual remite un diagnóstico atribuido a Máximo Gómez, otro gran representante de esta familia de pueblos: O no llegamos, o nos pasamos.
Cosa distinta es la tendencia natural, amorosa, a tener presente a Martí. En una ocasión conversábamos los tres, y Fina recordó una reunión familiar en la que una abeja entró zumbando, y a ella le saltó de los labios la exclamación: “¡La bárbara abeja!”
13/ Esto, que contó Cintio, remite a los años en que seguramente podía sentirse con talento, cultura y fuerza para crecer como el maestro que sería o ya empezaba a ser. Pero entonces José Lezama Lima lo era y así lo consideraban, y se consideraba él mismo, no únicamente para la tropa creativa que fue el Grupo Orígenes y él encabezó.
Eran tiempos en que dentro de La Habana las personas usaban el servicio telegráfico para comunicarse con rapidez, y Cintio estaría atendiendo la edición de un texto, para lo cual Lezama le envió un telegrama con indicaciones, y concluyó diciéndole: “Recuerde que soy un maestro casi infalible del idioma”. A lo que Cintio, ni corto ni perezoso, contestó: “Me atengo al casi”.
Quienes han visitado la obra de Lezama sabrán que su grandeza como escritor no radicaba precisamente —no radica— en el pleno dominio de lo que podemos llamar carpintería de la escritura. Pero eso no preocupaba al autor de La cantidad hechizada, y ninguna consideración bastó para que la respuesta de “su discípulo” —¡qué discípulo!— le provocara un disgusto que durante días enrareció la relación entre ambos.
14/ Acerca de lo que parece haber sido la decisión de Juan Ramón Jiménez y Xenobia Camprubí de no tener hijos, para que el poeta de Moguer se dedicara por entero a su obra, Cintio comentó una vez: “De haberme creído capaz de crear una obra como la suya, tal vez yo habría hecho lo mismo”.
Quizás con esas palabras el autor que apenas había rebasado la adolescencia cuando Juan Ramón, futuro Premio Nobel de Literatura, prologó su primer cuaderno de versos, buscaba disculpar una decisión que no iba con él. De hecho, añadió: “Yo opté por tener los míos”. Fue una opción compartida con Fina y hemos de agradecerla, sobre todo por los hijos que tuvieron. Dos nada más, pero ¡qué dos!
“Bueno, somos modestos porque no podemos ser extraordinarios. Si fuéramos extraordinarios y además modestos, eso sí sería grandeza”.
15/ Hay algo que, aunque corresponde en particular a Fina, vale vincularlo también con Cintio. Antes de fundarse el Centro de Estudios Martianos, la visité a ella en el cubículo del que entonces disponía como local de trabajo en la Biblioteca Nacional, y la conversación derivó hacia el afán con que algunas personas hablan de “su obra”: “¡Mi obra!”, dicen. Entonces Fina recordó a una joven talentosa que deploraba no poder dedicarse enteramente a la suya porque tenía que cuidar a la madre, anciana y enferma. Con solo una pregunta expresó Fina su valoración: “¿Pensará que podrá hacer otra obra más importante?”
Andaba por ahí el pensamiento que le hacía estimar que la renuncia de Sor Juana Inés de la Cruz a las letras para dedicarse al servicio religioso podía ser más cuestión de entrega consciente, de opción misional, que de castigo aceptado con resignación. La verdad no es necesariamente unilineal, ni indiscutible. Pensar lo que pensaba de Sor Juana, le costó a Fina, años después de aquella conversación, sufrir la demora con que se publicó un texto suyo sobre la célebre intelectual que terminó su vida en un convento.
16/ En una ocasión en que visitó La Habana un académico soviético —ruso, me dice la memoria— interesado en la obra de José Martí, en el Centro se le programó una conferencia para que hablara sobre la poesía de Martí. No viene al caso dirimir entre sus aciertos y lo que tal vez a quienes lo oímos nos pareció desatinado. Para la anécdota basta apuntar que hubo un momento en que se refirió a la continuidad de Martí en la Revolución, y dijo algo así: “Yo veo a Fidel, como si fuera Ismaelillo, sentado sobre un hombro de Martí”.
En la mañana siguiente, por los ojos que puso Fina para trasmitirnos su impresión sobre la charla, ya se sabía que venía algo bueno: “A mí me pareció abusivo. ¿Se imaginan a Fidel, con su tamaño y sus botas, sobre un hombro de Martí? ¡Esos dos pies no caben en solo un beso!”
17/ No pocas veces se oye decir o se lee que es necesario “humanizar a José Martí”. En el mejor de los casos cabe recibir ese juicio como un llamamiento a interpretar rectamente su vida y su obra, sin mistificaciones innecesarias. Pero también se percibe en ocasiones el reclamo de que se le considere “un ser humano más, como otro cualquiera”, tendencia que, si algo muestra, es desconocimiento de un hecho: hay seres extraordinarios, que no se explican con el rasero de lo común. Viven “a otra altura”, como alguna vez escribió de sí mismo el propio Martí en respuesta a una incomprensión inmerecida.
Pero no se insistirá aquí en todo cuanto eso significa. Solo se apunta la reacción de Fina y Cintio ante el reclamo de “humanizar a Martí”. Insistían en que no tenemos manera de humanizar a quien fue (es) expresión concentrada de humanidad y, en todo caso, puede humanizarnos a nosotros, ayudarnos a ser más humanos: mejores.
Como a menudo se añade al citado reclamo la demanda de “bajar a Martí de la estatua” —altura que parece molestar, aunque difícilmente una representación escultórica logre encarnar el tamaño de su valor—, Fina dio una respuesta en su estilo: “A quien lo merece, le cuesta mucho ser subido al nivel de una estatua para que vengan otros a querer bajarlo”.
18/ Conversábamos sobre la modestia —virtud que en un momento llegó a defenderse de modo tal vez desorientado, aunque también parece haberse arrinconado en el olvido—, y Fina acotó sonriente: “Bueno, somos modestos porque no podemos ser extraordinarios. Si fuéramos extraordinarios y además modestos, eso sí sería grandeza”. Otra vez, en camino la conversación hacia el desencanto por logros que no se alcanzaban, alguien comentó: “¡Otra batalla perdida!”, y ella terció: “Esas son las que hay que dar. Las otras no tienen gracia: están ganadas”.
19/ Algunas personas han pensado, y acaso todavía lo crean, que Fina iba a la zaga de Cintio, y que gracias a él era en alguna medida lo que era. Sobran razones para saber que esa creencia es falsa, salvo quizás en ciertos rigores gramaticales cuya ausencia en Fina el propio Cintio atribuía a una “tradición femenina” de cierto “desaliño”, envidiable por cierto, y encarnada en autoras como Santa Teresa, por quien ambos sentían devoción. Cuando más, las exigentes bridas racionales de Cintio podían quizás imponer algo de “cordura gramatical” a ciertas solturas de Fina, pero levemente. Sería, por ejemplo, o sobre todo, la batalla para impulsarla a poner en sus textos el punto final, o de interrupción.
En el Centro de Estudios Martianos estábamos insatisfechos por la escasa presencia de Fina, como autora, en nuestro Anuario. Sus textos solían exceder la extensión razonable para una publicación colectiva a la que, si algo le faltaba, no eran colaboraciones, pese a ser tan corpulenta y puntual: bromeábamos diciendo que era, en el país, la única publicación anual que salía todos los años, y hasta en fecha.
Más de una vez le pedí a Fina que nos ayudara dándonos trabajos cuya extensión facilitara incluirlos en el Anuario, y ella ponía cara de sufrimiento, pensando en lo que tendría que abreviar, mientras Cintio sonreía como sabiendo que él no podía hacer otra cosa. Pero Fina quería sinceramente colaborar, y un día me pidió que viera el ensayo que estaba escribiendo para el Anuario.
En la máquina de escribir que usaba —como entonces todos en el Centro: una Robotrón que exigía dedos de acero para dominar el teclado y hacía tanto ruido como un camión Tatra— tenía a medio terminar una cuartilla en papel de 11 x 13 pulgadas, con la primera línea y el margen izquierdo en los mismísimos bordes respectivos del papel, y el margen derecho… ¡para qué decir!: sobre el rodillo de la máquina. La hoja saltaría de la prisión cuando ya no le cupiera ni una línea más. Fina se estaba esforzando para “abreviar el texto”.
En ambiente de amistad y confianza, alguien le dijo a Cintio: “Hay quienes se equivocan al valorar la altura intelectual de Fina, pero pienso que ya quisieras tú para un domingo de misa tener su inteligencia”. Con rostro que afirmaba sinceridad, y con emoción al hablar de su compañera, o de la mujer de quien era compañero él, Cintio dijo con una seguridad afincada hasta en la cadencia de la frase y en la articulación de cada palabra: “Estoy plenamente de acuerdo contigo. Fina es la persona más inteligente que he conocido”. A los ojos del autor de Ese sol del mundo moral estuvieron a punto de asomar lágrimas. ¿No será que brotaron?
20/ Contra equívocos inocentes o mal intencionados, en los párrafos precedentes se alterna el orden de sus nombres, y en el título se prioriza el de la dama, lo que no solo se atiene a que ella acaba de morir, y a una norma de caballerosidad que, impuesta, también podría estimarse patriarcal. Ojalá llegue el momento en que la verdadera equidad favorezca prescindir naturalmente de ciertas normas.
“Estoy plenamente de acuerdo contigo. Fina es la persona más inteligente que he conocido”.
Unión inquebrantable y nombres iban parejos en ambos, propiciaban incluso confusiones simpáticas, anécdotas que quizás sean contadas en otro momento. Estas notas, que empezaron a escribirse sueltamente en el tiempo, cuando todavía Fina vivía, terminan o se interrumpen cuando el autor regresa de la “última despedida” a ella en el Centro de Estudios Martianos, donde también en su momento fue “despedido” Cintio.
Cuando él murió, el autor de estas plasmaciones memoriosas se hallaba fuera de Cuba, y no pudo presenciar ese adiós, término que en casos como los suyos adquiere su significación prístina. No mucho después, cuando quien esto escribe vivió la mayor tragedia de su vida, recibió de Fina unas líneas que él conserva como el tesoro que son, y en las cuales sabe que, sentidas y escritas por Fina, también está representado Cintio.
Ella intentó consolar al padre magullado, y le recordó ideas de Martí acerca de la sobrevida. En ese momento el padre —que creía y cree que si persona muerta sobrevive será en los frutos de sus actos, de su vida, y en la memoria de quienes la quisieron y siguen queriéndola— habría dado cualquier cosa por compartir también con ellos, como tantas otras que comparte, aquellas ideas martianas.
Quizás eso lo habría ayudado a imaginar al menos un consuelo imposible. Sí está seguro de que en él la gratitud por aquellas líneas vivirá siempre, y mucho le gustaría que, de algún modo —contando incluso los motivos de risa, de la risa que tanto compartió con ellos y ellos le hacían saber que disfrutaban—, este sencillo granero valiera para expresar tal gratitud.
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