WASHINGTON DC.-Su casa a está a tres kilómetros de la Casa Blanca y en un punto próximo a la sede de la Oficina de Intereses de La Habana en Washington. Durante casi 40 años, 22 de ellos en este apartamento, Emilio Cueto ha levantado un singular museo dedicado a su país natal, Cuba, con la paciencia de un monje medieval que copia las sagradas escrituras, y sin importarle si soplan fríos o calores bíblicos en la Avenida Pensilvania.
Es el mayor coleccionista privado de artículos cubanos en el mundo. Nada que uno haya visto supera lo que se puede encontrar en esta casa. Ni siquiera Cueto, que en abril cumplirá 71 años, puede dar una cifra de cuántos periódicos hay, además de biografías, mapas, menús, monedas, anuarios escolares, cucharas, corbatas, latas de tabaco, películas, libros, piezas rescatadas del Acorazado Maine, botellas de perfume y cuernos donde los ingleses que invadieron La Habana guardaban la pólvora. Están encerrados en su apartamento y en el colindante, del cual se hizo cargo desde la década del 90 para ampliar el espacio de su colección conocida como La Emilioteca.
En la puerta de entrada tiene una fotografía de la verja de su antiguo hogar en Cuba: “Yo siempre he entrado y he salido por la puerta de mi casa”, sonríe cómplice. La imagen lo transporta a la vereda donde transcurrió su infancia, el territorio en el que verdaderamente está la patria, como diría el escritor argentino Ernesto Sábato.
En vez de “la maldita circunstancia del agua por todas partes”, del poema de Virgilio Piñera”, en la casa de Cueto está la “bendita circunstancia de la Isla por todas partes”, dice él. Se las ha arreglado para que cada habitación tenga más estantes que una biblioteca común, y más referencias de Cuba en cualquier archivo local. De los armarios salen catálogos de fichas digitalizadas, partituras de música o toda la historia de la legislación nacional. En un espacio que le ganó al edificio, se encuentra su colección de textos sobre flora y fauna autóctonas. A la vuelta, están los libreros con obras de ficción inspiradas en la Isla. El gabinete de la cocina guarda libros raros y comunes sobre platos y recetas, incluyendo aquel donde la tatarabuela de nuestra tatarabuela anotó los ingredientes para la natilla del almuerzo, que ya no se parecía a la crema catalana que trajeron los colonizadores españoles.
A duras penas hay donde dormir en esta casa, pero incluso en esa habitación minúscula se encuentran sobres de Manila con asientos bibliográficos y libros que se imprimieron hace siglos y que por algún lado hablan de la única obsesión de Cueto. Él los mantiene al pie de su cama casi monástica, sobre la cual solo hay una almohada que tiene pespunteada la palabra “rumba”. A unos pasos, el cuarto de baño. Hay cuadros con viejos anuncios casi en cada milímetro de pared y estuches de anticuario sobre el lavamanos. No me asombraría que el jabón de la ducha también provenga o tenga el nombre de Cuba, porque los dibujos de la cortina de la bañadera recuerdan las estampillas de las cajas de tabaco.
“La colección se fragmenta por motivos evidentes: esta es una casa y no puedo extender las paredes”, afirma el coleccionista, disculpándose, cuando vamos atravesando los angostos pasillos que llevan de una habitación a otra. ”Pero aquí aquí está toda nuestra cultura, desde la etapa precolombina hasta la última frase de Obama sobre la Isla. Es una máquina del tiempo que continúa. Es una metáfora de la Cuba que tiene que ser”, añade.
La Isla única
Cueto nació en Cuba, pero en 1961 aterrizó en Miami debido a la Operación Peter Pan organizada por la Agencia Central de Inteligencia, cuando 14 000 niños cubanos llegaron solos a Estados Unidos. La CIA sembró el pánico: los padres perderían la patria potestad de sus hijos, que serían enviados a la URSS y convertidos en carne en lata. Era absurda la campaña, pero funcionó. Cueto llegó al continente sin más familia, que su obsesión por reencontrarla y su pasión por la Isla.
Como ha vivido 54 años fuera de Cuba -los cumple en abril-, busca y encuentra constantemente las huellas que su país de nacimiento ha dejado en las demás culturas: “Y me ha asombrado. Una gran parte de esta colección es el reflejo de nuestra cultura. Lo que he querido es recuperar, para nuestro patrimonio, la música que inspiramos en otros, la literatura… Imagínate novelas francesas, platos holandeses o música inglesa que no narran sus historias, sino las nuestras. Eso me llena de mucho orgullo”.
Asegura que la batalla por el reconocimiento de la cultura cubana en Cuba está ganada. “No hay nadie a quien se le ocurra decir lo contrario, desde Miguel Barnet hasta Eusebio Leal. Pero la ejecución de eso dista mucho todavía que desear… Nadie debería dudar de la cultura que hacen los cubanos. Dondequiera que la hayamos hecho, es cultura cubana.”
Su caso no es insólito, al menos no esa pasión por Cuba de un patriota en el extranjero. “Por favor, no nos olvidemos de que la primera poesía cubana, impresa en Nueva York, se produce frente a unas cataratas de Canadá -José María Heredia con su Oda al Niágara-. Si un país tiene vocación de internacionalismo en la cultura, es el nuestro. El ‘hay sol bueno y mar de espuma’, de Los zapaticos de rosa, no hablaba de Jaimanitas, sino de Bath Beach, en Nueva Jersey, donde José Martí vivió durante un tiempo.”
La Emilioteca no está abierta al público, por razones obvias. Apenas hay espacio para que un pequeño grupo de atónitos espectadores, como los que recorrimos esta noche de invierno la casa de Cueto. Él quiere llevar a la isla toda su colección, pero solo si se puede ver tal y como está, en un solo sitio, en un paseo único.
La razón es absolutamente convincente: “He aprendido de la transversalidad: si tomas una partitura musical, tienes a un compositor-músico, un letrista-poeta, un artista que pintó la cubierta y un tema histórico -la explosión de Acorazado Maine (1898), por ejemplo. Es un documento con cuatro mensajes. Si lo llevas al Museo de la Música, a nadie de Artes Plásticas se le ocurre ir allí a ver el grabado de la partitura. Igual ocurre con la vajilla: si la pones en el Museo de la Cerámica, te pierdes el grabado de Mialhe, la historia que describe, la arquitectura de la época. Por eso creo que todo debe estar en un mismo sitio. Aprendes más, puedes ver más. Yo me muevo de un cuarto al otro y todo la información está aquí. Así debe seguir y así quiero que esté en la Isla de Cuba.”
Pero, ¿qué hace tan especial esta colección, más allá de la emoción de que un cubano encuentre -y casi se desmaye al verlo- un museo como este dedicado a Cuba en pleno corazón de Washington? “No es la colección en sí misma”, responde Cueto: “Es Cuba. La Isla tiene un impacto desmesurado en la Historia universal. Su tamaño y su población no explican la huella que hemos dejado. Trato de documentarlo con las cosas insólitas que encuentro y que dan fe de esa presencia en otras culturas. Hay cosas aquí que uno ni se imagina”.
¿Por ejemplo? “Cuando en 1976, el Museo Real de Holanda hizo la primera exposición de cerámica holandesa de Maastricht, escogieron la pieza con la imagen de ‘El zapateo cubano’, del francés Mialhe, para el afiche promocional de la muestra. ¿Por qué lo hicieron, teniendo miles de piezas bellísimas a la mano y sin compromiso con Cuba? Habla del valor y del atractivo de esa pieza, y habla del misterio de Cuba”, asegura.
“¿Cómo explicar -añade- que de siglo en siglo el nombre de La Habana sea tan misterioso y aparezca en perfumes, jabones, platos, velas…? “Es eso que llaman ‘marca’. El nombre de La Habana y el de Cuba venden.”
Cueto argumenta esta afirmación y hace un recuento a vuelo de pájaro: En Nueva York se conoce la ópera gracias a la Ópera de La Habana. El primer Ministerio de Salud Pública que tuvo el mundo fue un invento cubano. El impacto de la Guerra de Independencia y de la Revolución de 1959 fue inmenso y su sombras alargadas llegan hasta hoy. Cuba, esta isla pequeñita, estuvo en el centro de dos potencias durante la Crisis de Octubre. Había tres cubanos en el escándalo Watergate. Monica Lewisnky, la célebre becaria de la Casa Blanca que protagonizó el escándalo sexual junto a Bill Clinton, escribió en su diario que, estando con el Presidente, llamó el cubano Alfonso Fanjul…
“Hay miles y miles de ejemplos que ahora se me escapan y podríamos estar relatándolos hasta mañana. Pero mi palabra es lo que menos importa. Aquí está el testimonio y hay algo que a mí me queda muy claro: todo esto quiero que esté en Cuba.” Cueto hace una pausa breve. Está sentado en una silla bastante alta, con la hermosa Virgen de la Caridad del Cobre que divide en dos la sala de su Emilioteca, suspendida a sus espaldas. Es el centro de este universo que él ha levantado y que, por más que se encuentre físicamente en Washington, nunca ha estado emocionalmente en la capital de los Estados Unidos: “¿Entiendes por qué, querida?”
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