jueves, 28 de marzo de 2024

Pablo, también conocido como Pablito

Porque nos hemos enamorado escuchándolo, porque también de alguna forma amábamos a Pablo...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 22/11/2022
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Pablo MIlanés
A Pablo lo oímos y lo sentimos, inevitablemente y por fortuna (Foto: Europa Press),

Pablo es sagrado, nos cuesta creer que no esté. Su presencia está inscrita en nosotros como un ADN. ¿Variaciones, vericuetos de la vida, contradicciones lógicas que la historia nos coloca a todos? Nada de eso es inmortal como lo es ahora el cantor. Queda la obra que nos lega su testimonio de fe, una fe que trascendió el breve espacio y que levanta en quienes lo idolatramos una sensación plena y a la vez de vacío.

De este Pablo, como del que recibió la iluminación divina en el Camino a Damasco, nos acordaremos por canciones como Yolanda, El breve espacio, El amor de mi vida, Acto de Fe…Esas son sus luces, sus epístolas, sus líneas. Como tantas veces ocurre, la poesía toma alma propia, sale a caminar y se torna un espíritu independiente y gentil, una propuesta eterna y llena de su propio sentido, imbuida de su imaginación más grata y rebelde. Nuestro Pablo, como el de Dios, ha sido hijo de este tiempo y de todos los tiempos. No merece otra cosa que cariño y honra.

Más que los encontronazos de la historia reciente, él será el muchacho que canta, con su pelo largo y guitarra en mano, con la alegría y el desenfado. Su postura ahora viene a nosotros y nos trae los tarareos de aquel disco martiano, en el cual musicalizó los Versos Libres. Hay que escuchar al Apóstol a través de este Pablo.

Ambos, Maestro y discípulo, devienen un capítulo de la cultura cubana, un fragmento único de pureza intelectual y de belleza del discurso. Nuestro Apóstol, como Jesús, cargó una cruz que ilumina y que mata. Pablo hoy camina en ese sendero. Nada importa más que eso, no hay un hombre que se le compare en cuanto legado e historia. Nos duele que se vaya, pero lo vemos pleno, realizado, si bien en sus contradicciones, en su opinión siempre divergente, singular, sincera a fin de cuentas. Para entender a Pablo hay que llevar en las manos esos versos de José Martí que rezan:

¡Tengo sed, más de un vino
que en la tierra no se sabe beber!
 No he padecido bastante aun
Para romper el muro,
que me aparta, ¡oh dolor! de mi viñedo

La sed del poeta en este caso se refiere a la búsqueda de un oasis que trascienda las sensaciones mundanas y físicas y que le imprima a la vida ese sello, esa pasión. Por ello, Pablo nos parecía por momentos extraño, extemporáneo, fuera de sí, porque en él iba el ansia por un vino que aún no se descifra.

En ese disco, supo ponerse de parte de los momentos más lúcidos de la obra del mayor poeta cubano y vertebró una melodía que nos queda como tesoro y testimonio de esa era de indagaciones. Sin dudas, Pablo ha traspasado el muro que lo conduce al viñedo, a la inmortalidad del gesto de artista, esa que lo disculpa todo, que reconcilia y que es un remanso.

A ese espacio breve, donde él está, solo hay un abrazo con el artista, un maravilloso momento de trova y recordación. Porque nos hemos enamorado escuchándolo, porque también de alguna forma amábamos a Pablo. Aun los que nunca lo conocimos personalmente. Para muchos él era la voz que aparecía de pronto en cualquier fiesta en Cuba, o hasta en medio de la desgracia. Nos dejaba sin aliento, con los ojos puestos en el horizonte.

Por ello, él era la pregunta de la esfinge, el acertijo sin respuesta, la hondura que nos retaba. Más que nada, el cantor sabía conmover porque vivió conmovido por su propia naturaleza de duende, por esa forma tan humana de abordarnos como pueblo y país. Una vez más recurrimos a Martí, ese que suena con la voz inconfundible de Pablito:

De gorja son y rapidez los tiempos,
se ama de pie en las calles, entre el polvo de los salones y plazas

De la conmoción solo se sale mejorado, puro, pleno. De las canciones y los versos musicalizados del Apóstol, siempre terminamos viendo a Pablo. Siempre hay un muchacho o un hombre ya mayor que nos sonríe y que quiere contarnos esta o aquella anécdota, ya sea dolorosa o alegre, vivencial o mustia. Porque así, con esa rapidez de los tiempos es que él decidió partir.

El cantor sabía lo que somos, nos conocía al dedillo y anticipaba cada paso. Quizás hubo entre él y Martí una simbiosis más allá de lo artístico, porque solo así se puede ascender a la luz. Y es evidente que Pablo unas veces era Pablo, el gigante, el émulo del Pablo de Dios y  otras, era Pablito, nuestro amigo, el chico del barrio con la guitarra, el rebelde de los años duros.

Todas las trasmutaciones y las formas diversas, todas las almas caben ahora mismo en una visitación colectiva. En un homenaje de pueblo, en un poema recitado. Martí y Pablo, Cuba y Pablo, todas esas maneras de entender lo cubano, lo que nos define y de lo que no podemos escapar aunque queramos.
Qué importa ahora lo perecedero, lo que desaparece, lo que es mustio, si tenemos al inmortal. Así pensamos, así lo vemos. Y creemos que no solo en las calles de Santiago, sino en cualquier calle lo volveremos a ver.

Caminando, quizás con las melodías de antes o con las de hace poco, pero siendo el artista diáfano, interesante, polémico, cuestionador, no importa si acertaba o no. Era pasión pura. Pablo no era un ser shakesperiano, era un hijo de Cervantes. Y en esa búsqueda de la justicia iba con andar de caballero. Y se mezclaba la búsqueda con el andar estético y con la belleza.

Martí, en su poema Amor de ciudad grande, habla de un tiempo en el que cuesta amar, en el que incluso duele y es hasta una cuestión peligrosa. Si escuchamos esa pieza en voz de Pablo, notaremos cómo hay momentos de especial esplendor en el que no sabemos dónde está el cantor y dónde el Apóstol. Por eso hablamos de momentos sacros en torno a estos hombres, porque nos llevan a pensar y a sentir, porque nos movieron y lo siguen haciendo. Son hombres que merecen mucho más que solo el tiempo que les tocó, ya que obraron para siempre, para los que están por venir.

Y aunque Martí se auto indague en este texto con la inquietante frase ¿Quién tiene tiempo de ser hidalgo?, sabemos que esa era la única manera en que Pablo pudo encarar los vericuetos de la historia, con ese tono caballeresco y firme, con ese legado desde el arte, con la puesta de sol inmensa que es su música, con ese espectáculo que ahora nos abruma.

Sabemos que el espacio de Pablo, que también es un Pablo de Dios, no será breve. Allí estará, hasta que el hilo de los dioses lo permita, con ese largo decurso que es propio de los grandes. Tomado el vino, pasado el muro que lo separa de su viñedo, el cantor reclama su sitio en el universo cubano e infinito. Pablito de los barrios que vas con la guitarra, ven a nosotros siempre. Y trae contigo esa luz de las canciones.

Más que un mito, la poesía sale del hombre, se torna otra cosa de sí misma, va y viene más allá de pasiones y de desencuentros. La tomamos aquí, como un espíritu que bendice, en un momento en que solo el amor nos salva.

Este Pablo, como el otro, habla, revela y prosigue su camino, que no es hacia Damasco. Nos toca descubrir el sendero y merecerlo, oírlo y tararearlo.
Como en los momentos iniciales, Pablo es indistintamente Pablito y a la vez nuestro dios de la música, ese que nos descifra, que trae a Martí.

A Pablo lo oímos y lo sentimos, inevitablemente y por fortuna.
Al dios que él encarna lo estamos descubriendo todavía.
Y así vamos.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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