En toda ciudad hay un hombre risueño que hace más llevadera la vida cotidiana. No importan los desastres naturales, las calamidades, los golpes. Así fue Ricardo Corona, conocido cariñosamente como Picadillo. Este ser, calificado como un gozador nato, ejerció muchos oficios y tuvo un protagonismo popular como personaje de la villa de San Juan de los Remedios, cuya historia y tradiciones él amó hasta el último día. Los recuerdos lo dibujan con su enorme tambor en las parrandas, instrumento en el cual era un verdadero maestro. Cuando falleció la música no volvió a ser la misma. Picadillo le ponía ritmo, alma y vida a aquel instrumento e iba por toda la plaza con sus amigos en la noche de las fiestas, defendiendo a su barrio San Salvador.
Décadas de activismo, en las frías madrugadas, trabajando para las parrandas de forma gratuita, le valieron el calificativo de “patriota” por parte de los parciales que lo vitoreaban y le dieron un justo reconocimiento. Picadillo era cocinero de oficio en las instituciones de Salud Pública de la ciudad y siempre estaba con sus iniciativas, por las calles, convocando a personas para salir en un repique o para cualquier menester relacionado con la cultura. Fue lo que se conoce como un amante nato de Remedios, uno de esos últimos personajes que eran capaces de darlo todo y vivir en la indigencia por tal de que su barrio luciera un día al año y se llevase la victoria. De hecho, la última vez que se le vio con vida fue durante una “despedida de duelo” al barrio El Carmen, en enero del 2001, como parte de esas ceremonias simbólicas en las cuales un bando entierra al otro en señal de triunfo y todo queda como una gran mofa popular.
En aquella ocasión, Picadillo mandó a tocar silencio y, tras un breve momento de solemnidad, terminó pidiendo respeto para el gavilán (símbolo del barrio contrario al suyo) porque no había sido más que una paloma rabiche. La jocosidad cubana, las risas, los bailes iban junto al hombre, repletaban los portales y las calles y se tornaban una obra de arte. Tal era el valor performático, irreverente y genial de este ser.
Conversar con Picadillo era hacerlo con una persona humilde y educada, que enseñaba a las más jóvenes generaciones cómo se ama a Remedios y se sirve a la cultura. De hecho vivió preocupado por quién sería su relevo como tocador de tambor. La historia le dio la razón, pues uno de los elementos que entraron en crisis en el siglo XXI dentro de las parrandas fueron las músicas tradicionales, lastradas por el hecho de la mercantilización de los instrumentistas, la desmemoria y la insensibilidad. Muchas veces, cuando se oye mal o distorsionada la polka de San Salvador, la gente recuerda a Picadillo o al “Picante” como le llamaban también, sobre todo porque se ponía a debatir acaloradamente con los parciales del barrio El Carmen en medio de la plaza y las discusiones “picaban” en lo choteador, en lo humorístico, pero nunca en la falta de respeto ni en la chabacanería. La caballerosidad definió cada uno de sus actos, incluso cuando despedía duelo y hablaba sobre los logros de su bando parrandero y los defectos de los adversarios.
La mañana en que la muerte lo sorprendió, iba a buscar su tambor a la casa de unos amigos. Quizás porque lo necesitaba para otro toque, actividad cultural o simplemente para darle mantenimiento. Ese instrumento era casi tan inmortal y célebre como su intérprete porque poseía un aliento mágico capaz de sacar lo mejor de la gente, de poner a todos a bailar. Si la existencia tiene un plano superior, allí está Picadillo con su tambor, haciendo que los ritmos de Remedios prevalezcan en medio del silencio. Así, quienes conocimos al hombre jocoso, también recordamos su dimensión humana, la manera en que siempre era servicial y solía ayudar a los más necesitados.
Hoy la imagen de Ricardo Corona está en el Museo de las Parrandas, en un mural de nombres ilustres de todos los tiempos, pero Picadillo sigue en el imaginario, a pesar de no ser un científico, ni un artista de gran calibre. Su trascendencia está dada por su carácter, por la obra que hacia entre los coterráneos, desde la sonrisa, desde el buen humor de siempre. Incluso una vez, en los años más duros de escasez material, Picadillo no perdió lo mejor de sí mismo, sino que lo acentuaba e iba desbordante en su optimismo. Las entidades de salud pública reconocían su profesionalismo como cocinero, su limpieza y su buen gusto y la manera en que servía la comida. Quizás ya no queden personas con tantas virtudes que, sin embargo, vivan en una postura tan humilde, tan apegada al pueblo y que además apuesten por la educación, por la cultura en su vuelo más alto.
Los amigos lo despidieron en aquel día fatídico de enero, cuando las calles de Remedios se llenaron de personas con flores en las manos y las polkas de las parrandas sonaron más que nunca. ¡Murió Picadillo!, decían en los portales y las casonas. Un grupo de mujeres se había subido a lo más alto de unos edificios en la plaza y lanzaba ramilletes a la muchedumbre que acompañaba el sepelio. En el cementerio, no solo San Salvador sino El Carmen estaban hermanados en un mismo gesto. La despedida transcurrió entre vítores solemnes y fuegos artificiales al viento. Los más grandes líderes parranderos le habían montado guardia de honor a quien se fue de súbito, sin que se supiera hacia qué dimensión ni propósito.
Picadillo no es solo el nombre de pila de un hombre popular en Remedios, sino un fenómeno que caracteriza a los sitios mágicos cubanos: el de la gente buena y entrañable, esa que conforma la gran familia de la sociedad. Su legado no solo va en las noches de tambor junto a la plaza o los chistes, sino en que la camaradería y la unión se logran gracias a los lazos y el ambiente social que flota en torno a estas personas. La vida posee marcas indelebles y una de esas iba en la risa de Picadillo. Especie de folclor vivo que aun habita en las callejuelas y que añora tomar el tambor y llevarlo a los planos estelares de siempre, rescatar la música de la apatía en que se hunde, entregarle a la gente ese sonido que solo se escuchaba en las noches de parrandas de los viejos tiempos.
Antiguamente, el piquete de músicos populares de las congas y los repiques se detenía en una esquina de la ciudad para “darle candela al tambor”. O sea, que se le aplicaba calor a la piel de chivo que cubría el instrumento para hacerla más maleable y de mejor sonido. Picadillo sabía el momento exacto en el cual se realizaba tal labor, de hecho era un maestro que entendía su instrumento como una parte de su cuerpo. En la oscuridad de aquellos años, cuando solo la luz del piquete de músicos iluminaba, Picadillo encarnaba una metáfora no solo como hombre de pueblo sino como elemento de la cultura. Quizás haya que reinterpretar los tiempos y volver a las esencias. Lo simple, lo que parece cotidiano y pasajero, se erige en inmortalidad, en momento que se eterniza, en luz que indica el camino de tantas cosas que merecen recordarse.
Por ello, el dia en que se le hizo el sepelio, los amigos daban glorias a Picadillo, como a un héroe que libró batallas homéricas. Porque el pueblo entiende mejor que nadie de dónde viene lo verdadero y cómo conservarlo. El hombre recorrerá algún día con su tambor las calles de nuevo y lo hará en la persona de los remedianos que lo recuerdan y que buscan reestablecer las glorias de la música y de la historia. Ese es el único retorno que debiera interesar, más allá de la nimiedad de la muerte.
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