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sábado, 16 de noviembre de 2024

¡Tres pesetas al gallo!

Un artesano popular y su historia persisten en la retina colectiva de la Octava Villa de Cuba…

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 30/04/2022
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Crónicas, costumbres y personas de la Villa de San Juan de los Remedios. (Jorge Sánchez Armas / Cubahora)

Octavio Carrillo caminaba con su estilo de hombre de otra época, casi un caballero remediano, uno de esos que podían verse en los grabados o en las fotografías color sepia. En la sala de mi casa, él y mi padre hablaban siempre de los años ya idos. Aquel anciano octogenario conservó episodios de las parrandas de los años 20, 30 y 40 del siglo XX. La claridad, los sucesos, la forma elegante de narrar; distinguían a este hidalgo que se decantaba siempre por el barrio San Salvador, el del gallo. A esa “vieja guardia” militante y cultural se debió toda la vida. Su activismo lo llevó a ser uno de los últimos maestros faroleros de la villa. Este arte, aprendido de sus mayores, trascendió como uno de los aportes que le hiciera a la historia, por el tamaño y la maniobrabilidad de los elementos artesanales realizados. En la noche de la parranda, todos confiaban en la belleza y el impacto de los faroles del viejo patriota de San Salvador.

El resto del año, el señor de andar campechano iba y venía por la villa, preparando los planes para el siguiente 24 de diciembre. Además, gracias a él y a su entrañable amigo Luis Morales se realizaban unos viajes a Bejucal con una expedición de remedianos, para intercambiar con los artesanos de las Charangas. La frase preferida de Carrillo era: “Tres pesetas al gallo”, lo cual quería decir que siempre le iba a su barrio en cualquier circunstancia. Su ascendencia ilustre se remontaba hacia antepasados como Francisco Carrillo, general de tres guerras y amigo de José Martí, así como a Carlos Carrillo, uno de los más célebres alcaldes de Remedios y además fervoroso parrandero. Octavio Carrillo estaba casado con una mujer llamada Carmen, como el nombre del barrio contrario, y según él ese era el único tipo de connivencia que podía permitirse con su “enemigo”. Su carácter era el de un hombre firme, sabio, reflexivo.

Gracias a Carrillo, San Salvador alcanzó sonados triunfos puesto que él se encargaba además de los faroles, de la parte de las relaciones públicas con los mejores artistas. Más de una vez trajo desde La Habana a Guillermo Duyos, un gran realizador de trabajos de plaza, quien le daba incontables piezas de gran maestría a las fiestas remedianas.

No obstante, hubo un año en el cual el acierto no fue el acostumbrado y quedó para la jocosidad. Duyos trajo desde Bejucal las conocidas carrozas, que no tenían arraigo en Remedios, constituidas por cajones con luces y movimiento. Dicho trabajo de tosca realización y forma cuadrada se colocó en medio de la plaza y fue el choteo popular. Se conoce como “el año del tanque de guerra de Duyos”.

Obviamente, los códigos estéticos de Remedios diferían de los de Bejucal, al tratarse de dos fiestas disímiles. A las doce de la noche del 24 de diciembre, un cosmonauta salía como descubrimiento de la carroza y alumbraba el cielo con una linterna. Dicho atrezo fue llevado a la plaza en una carreta a las tres de la tarde, para ser ensamblado a la estructura, pero cuando iba por una de las calles de la villa, salió un niño gritando: “Mami, mami, mira qué muñeco más feo lleva San Salvador para el saludo”. Cuentan las malas lenguas que no quedó sobre la carreta ninguno de los estibadores ni parciales que transportaban la obra. Más allá del humor, el aporte de Carrillo y su grupo de amigos artistas siempre fue evidente. Su figura era la de uno de esos patricios del pueblo con los que daba gusto conversar.

El olor a engrudo de su casa era característico y abarcaba varias cuadras en tiempos de parrandas. Su taller siempre estaba lleno de muchachos a quienes les enseñaba el viejo arte del papel y el pegamento para lograr maravillas. Los faroles que diseñó están en los salones de lo más selecto. Además, Carrillo fue fundador del Museo de las Parrandas Remedianas y uno de sus activistas más fuertes. Varias veces a la semana iba y se sentaba con los especialistas a darles su parecer sobre la marcha de los festejos para ese año y de lo mucho que amaba dicho fenómeno cultural.

En la sala de mi casa, junto a mi padre y a mí, se conspiraba y Carrillo era de los más entusiastas. Allí hablábamos de realizar una entrada de voladores a determinada hora, con ramilletes y luces. Casi siempre esos planes eran ilusorios, pues carecíamos de autoridad para imponerlos a las directivas. Pero la cultura es también sueño, como la propia vida, según dijo el poeta.

En una ocasión se me quedó en la mente la forma en que Carrillo defendió a Remedios en un ambiente en el cual se le atacaba. Tal parecía que se tratase de un familiar suyo o de un amigo muy entrañable. Él era de las personas que no caían en vulgaridades e inconsistencias y tenían una sola línea toda su vida.

Al tratar con los jóvenes, nos llamaba “la nueva guardia” y siempre tenía una palabra de aliento para los momentos más duros, en los cuales parecía que nada iba a darse. Su vida fue de esfuerzos y de esos avatares sacó el empuje para darle forma a sus proyectos como artista popular, activista del barrio San Salvador y remediano de pura cepa.

Las ciudades viejas tienen en estos hombres muchos episodios que bien pudieran conformar los mejores libros de historia. Pero la sombra los cubre y los silencia. Más que una honra necesaria, Carrillo llevaba un sepelio de magnitudes respetables, con voladores, con música, con toda la fanfarria. Pero apenas se le colocó la bandera de San Salvador. La ingratitud lo dejó languidecer y aún hoy su nombre figura solo en un rincón del Museo de las Parrandas, con un escueto mensaje. Pareciera que los andares del caballero no fueron suficientes para algunos...

Sin embargo, para nosotros, Carrillo sigue vivo, lo vemos en una tarde de sol, por las aceras remedianas, conversando, dando vivas al gallo de sus sueños o rebatiéndole a un simpatizante del barrio contrario algún argumento. El caballero de la vieja villa no solo es un elegante recuerdo de nuestro pasado, sino un baluarte del activismo, de la historia y de las artes populares. Su imagen está en la retina colectiva como un reflejo indeleble y todo aquel que vaya a las últimas décadas del siglo XX hallará a Carrillo con un farol, apresurándose para la próxima entrada de las parrandas.

Incluso, a quienes lo conocimos, nos surge el deseo de decirle donde quiera que esté: “Carrillo, tres pesetas al gallo”. Pudiera parecer una locura o un exceso de admiración, pero nada será suficiente para recordar a caballeros que andan en un injusto olvido para las nuevas generaciones.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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