Cuando hace algo más de 30 años nació la Bienal de La Habana se planteó una nueva manera de gestionar el arte, de promoverlo, de conectarlo con su entorno natural y el mundo.
Porque sus presupuestos, su vocación primigenia, se divorció del mainstream de ese tipo de eventos en el mundo, especie de feria glamorosa, de vitrina abierta al mejor postor, en la cual factores extra artísticos, en la mayoría de los casos, determinan qué es arte y que no. Y en consecuencia, manipular el intercambio del arte desde la óptica de las altas finanzas.
La Habana se desmarcó porque apuesta por la creación, por la libertad espiritual, por la democratización, lo más aterrizada posible en las definiciones de ese término en las enciclopedias.
Porque con el debido respeto a las jerarquías ganadas con el quehacer de primera magnitud, aquí se pone a todos los artistas en el mismo nivel, en diálogo horizontal con similares oportunidades.
Esta fiesta mundial de las artes marca tendencia también en la confluencia generacional, de poéticas diversas, de lenguajes originales y sobre todo saca al arte de la confinación habitual de galerías y museos y lo pone a dialogar con el transeúnte común.
Alguien que conoce las Bienales de La Habana desde su edición inicial es la valenciana Consuelo Císcar, investigadora y especialista en artes de primera línea muy vinculada con la promoción del arte criollo y latinoamericano.
Consuelo afirma que esta XII edición es todo un reto para la asimilación, para tratar de digerir una enorme cantidad de propuestas emergentes, establecidas e irreverentes que nadie es capaz de abarcar de una vez en tan poco tiempo.
A ella lo que le admira es la creatividad desbordada, sobre todo de los artistas cubanos, quienes desde la precariedad impactan con sus propuestas; la circunstancia de ese diálogo social real, de poner el arte al alcance de las mayorías con posibilidad de interactuar.
Al respecto señala a Oasis, esa playa desembarcada en pleno Malecón habanero que a toda hora está llena de niños y adultos, participando, relacionándose, disfrutando de una posibilidad que solo el arte puede proporcionar de esta manera tan atípica y coherente.
La Habana obligó a cuestionarse el concepto de las bienales porque dio cabida a los excluidos, a los artistas latinoamericanos, caribeños, africanos, asiáticos; para quienes están vedados esos espacios emblemáticos como Venecia, Berlín, París o Sao Paulo; y se convierte en plataforma de lanzamiento para que galeristas, museos y especialistas vean lo que ahora mismo en el plano de la creación ocurre en casi todo el mundo.
La capital cubana es un espacio vital, propositivo, irreverente, libre, contra corriente para que el talento se exprese sin cortapisas. Es una tribuna para que los del llamado Tercer Mundo, donde de veras se cuece el futuro de la humanidad, tengan voz y voten por la esperanza, por la perspicacia, por la inteligencia, por la belleza; en un escenario pujante, donde las civilizaciones de esta parte del planeta, que apenas nacieron y están ávidas de caminos, aún no agobiadas por el peso de la historia, por la abulia, por el cansancio, sugieran alternativas que pueden ser sendas viables para que el hombre como especie pueda continuar su brega.
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