El miércoles 6 de enero de 2021 debía ser declarado oficialmente como “Día de la desazón norteamericana”.
Y se funda ese criterio en el deleznable espectáculo, aún en marcha cuando se escribían estas líneas, de grupos de extremistas de derecha volcados violentamente sobre el Capitolio de Washington para evitar que el Congreso cumpliese otra vez, en centenaria calma, con el rito de confirmar la victoria electoral del demócrata Joe Biden como nuevo presidente de la Unión.
El propio mandatario electo, cuya certificación ha quedado trunca hasta este momento, admitió en urgente comparecencia pública que “la democracia nacional es débil”, pero ciertamente, si lo dijo solo a partir del bochornoso espectáculo de este miércoles, la realidad es que en USA se trata de un padecimiento de muy vieja data.
En consecuencia, lo visto con asombro por muchos en el mundo en estas horas, es parte de una torcedura congénita en una estructura política donde traspiés, dinero, demagogia, manipulación y acomodos a intereses estrechos han sido y son plato cotidiano.
Ese raquitismo permitió precisamente a Donald Trump, un ricachón soez, ególatra y totalitario, bajo el disfraz de “héroe del cambio”, el haber avanzado hasta la Oficina Oval, desacreditado internacionalmente al país, divido intensamente a la población, y rasgado a fondo y a capricho los cortinajes destinados a edulcorar y santificar los publicitados estándares políticos del “modo de vida norteamericano”.
Todo, además, en clara connivencia con sectores oscuros de poder, y apelando a una neta sedición concretada por extremistas y confundidos sin vigilancia ni control oficial a pesar de sus adelantadas alusiones al inédito ataque armado al Capitolio ejecutado este 6 de enero.
Semejantes consideraciones conducen a la certeza de que el ambiente de violaciones y tensiones internas de las últimas semanas, y su triste apoteosis en las salas del Congreso, es parte de un plan del presidente saliente y sus áridos colaboradores para perpetuar la “era Trump” por encima de cualquier derecho o miramiento.
Recordar simplemente que antes del ataque al Capitolio, el propio mandatario llamó a sus seguidores a impedir lo que sigue calificando de “colosal fraude” en su contra, y que luego, ante el giro explosivo de los acontecimientos, y cuando en obligado tuit pidió “calma” a los ultras armados, no dejó de insistir en el “robo” de su pretendida victoria y en el hecho de que “nunca” reconoce-rá el triunfo de Biden.
Pero con todo lo negativo, amargo y costoso que pueda aún venir, parece evidente que si hubo confianza en los trumpista de revertir los resultados en las urnas, ahora el espacio se les ha reducido mucho más a cuenta de una soberbia traducida en torpeza.
“Hay muchos intereses en juego”, decía un analista al referirse a las respues-tas que ya se generan en torno al saliente mandatario y las consecuencias de su tozudez.
Y buena parte de esos intereses que integran el titulado “gobierno invisible norteamericano” evidencian que cada vez menos se inclinan a hacerle juego a un psicópata egocéntrico y díscolo que desconoce a capricho la hasta hoy tradicional maquinaria institucional que les ha permitido acceder a sus privilegiados y decisorios nichos, y que vienen vendiendo al mundo desde siempre como un “modelo político de altos quilates.”
En consecuencia (mucho más luego de semejante episodio de violencia), y por encima de las iras de “los grandes patriotas maltratados por tanto tiempo” -como calificó el propio Trump a los grupos extremistas que asaltaron el Congreso- la figura del magnate inmobiliario resulta más insoportable para la política institucional, incluidos, desde luego, no pocos republicanos temerosos de un prolongado daño a sus posibilidades futuras.
Manifestantes a favor de Trump entraron por la fuerza al Capitolio de los Estados Unidos (Foto:AFP)
De hecho, hasta el vicepresidente Mike Pence optó, según medios de prensa, por objetar la pretensión de Trump de vetar la certificación congresional de Biden.
Y ni que decir de las inmediatas reacciones internacionales de habituales aliados estadounidenses como los cuarteles de la OTAN y la OEA, o los jefes de estado y gobierno de naciones de Europa Occidental y otras latitudes, que de inmediato condenaron el “asalto” a las “instituciones y tradiciones democráticas” de los Estados Unidos.
Por último, y contra las pretensiones y aspiraciones de Trump, ahora más que antes pudiera estar cerca de enfrentar la acción de la justicia como incitador de la violencia, a la vez que de convertirse en una despreciable tachadura en la borrascosa historia de la primera potencia capitalista.
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