Si resulta difícil entendernos entre nosotros, aún más complicado es explicar la política chilena al lector extranjero. Hagamos un intento y veamos. El 25 de octubre se hará un plebiscito en que más de 14 millones de ciudadanos tendrán derecho a decidir si se redacta una nueva Constitución Política, o continuamos con las piltrafas autoritarias de la de 1980. Será la primera vez que la Constitución será elaborada por representantes del pueblo. Nuestras diez Constituciones fueron escritas por escuderos de los gobiernos de turno.
La aspiración de una Constitución democrática -para orientar leyes destinadas a construir una sociedad más justa- no surgió del cielo en octubre pasado. Es una demanda del pueblo que viene de muy lejos y arrastra sangre y barro de la Resistencia a la dictadura. Tiene su origen en el Grupo de los 24 que a partir de 1978 comenzó a discutir una nueva Constitución. El proyecto de los 24 (abogados militantes de la DC, PR, PS, socialdemócratas, independientes y derechistas críticos a la dictadura), planteó que la Asamblea Constituyente era el mecanismo fundamental del proceso constitucional.
Ese criterio fue adoptado por un amplio arco político, desde la DC hasta el MIR, que la plantearon durante años en abierto desafío a la tiranía y su Constitución de 1980. De modo que la consigna de Asamblea Constituyente se transformó en octubre del 2019 en grito de millones de voces indignadas con la corrupción y los abusos. No obstante, los politicastros se tomaron la revancha. En marzo de este año a pretexto de un golpe de estado inminente, jibarizaron la Asamblea Constituyente para convertirla en una Convención Constitucional atada de pies y manos.
Serán partidos que registran apenas 2% de apoyo, y el Congreso que llega jadeando al 3%, quienes manejarán el plebiscito. El cerrojo será el quórum de dos tercios para iniciativas que transgredan las fronteras de lo políticamente correcto.
El plebiscito -no hay discusión- es una trampa para atrapar y reducir a su mínima expresión la voluntad de cambios profundos que expresa el pueblo mediante movilizaciones masivas y escaramuzas dispersas a lo largo del país. La paradoja difícil de explicar es que, conscientes que se trata de una trampa, tenemos que aceptar el desafío. Llevamos casi medio siglo exigiendo una Asamblea Constituyente como matriz legítima de una Constitución democrática. La imaginábamos convocada por el pueblo luego de derrocar la dictadura. Pero la historia se escribió de otro modo.
Hoy carecemos de fuerza para imponerla. En cambio podemos levantar un amplio movimiento democrático por el Apruebo y la Convención Constituyente. Si logramos un triunfo arrasador, podremos volcar las fuerzas acumuladas a imponer la elección de convencionales dispuestos a romper el muro de los dos tercios.
No es un objetivo fácil. La corriente abstencionista es grande en sectores juveniles y populares que repudian todo lo que provenga de partidos políticos. Cerca del 70% rechaza las convocatorias electorales. Hay parlamentarios que representan al 1 o 2% del electorado de sus distritos. Pertenecen a los mismos partidos que convocan al plebiscito. Los convencionales se elegirán según las reglas de esos “representantes” del pueblo. Sin embargo, hay más de 700 mil “militantes zombis” -figuran en los registros partidarios pero no militan- a conquistar para que el plebiscito se convierta en una victoria democrática.
La fractura de la derecha -dividida entre el Rechazo y el Apruebo-, es un hecho que favorece el intento de romper la trampa montada por la casta política y desde allí escalar un proceso de recomposición del movimiento popular.
Otro aspecto de la esquizofrénica política chilena, lo constituye el proyecto de recomponer el bloque en el poder con sectores que están hoy tanto en el gobierno como en la oposición. Un sector de la derecha, consciente del extremo pauperismo de sus ideas, lleva adelante un ambicioso proyecto: forjar una alianza con la socialdemocracia y la democracia cristiana, lo cual hace necesaria la descomposición de la extrema derecha. Un proyecto que alientan tanto el presidente Piñera como el gran empresariado inquietos por el destino del evangelio capitalista en la nueva Constitución.
La fortaleza electoral de la derecha -que retiene por decenios un 40%- se está desmoronando a ojos vista. Requiere de urgencia oxigenar sus ideas. Si Piñera -que en la encuesta CEP de enero mostraba un 6% y en la CADEM de agosto un 20%- consigue terminar su gobierno a punta de bonos, subsidios, préstamos y cajas de alimentos, la elección del 2021 sería la coyuntura adecuada para ensayar la fórmula. Los maestros de la demagogia sacarían del sombrero la candidatura que articule los intereses de la derecha liberal y de la socialdemocracia.
Esta política, enmarañada y demencial, se produce debido a la ausencia de un actor fundamental: la Izquierda. Una alternativa de Izquierda -que puede surgir de la coyuntura constitucional- impediría que la perfidia de la elite robe una vez más los huevos al águila.
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