En Brasil se yuxtaponen las crisis generadas por el gobierno de Jair Bolsonaro, el llamado mesías de los 40 millones de evangélicos que lo situaron en la presidencia de la mayor potencia económica de América Latina y resultó, 18 meses después de su asunción, un fraude político.
Cuando ganó las elecciones en 2018 ante una debilitada izquierda, con su líder Luiz Inacio Lula da Silva en la cárcel pagando una condena por delitos no cometidos, Bolsonaro juró que trazaría nuevos parámetros moralistas que encantaron a los conservadores y a los crédulos evangelistas, quienes lo consideran Dios en la tierra.
Pero este Dios terrenal nada cumplió de lo que prometió a sus seguidores en una campaña electoral sustentada en mentiras en las redes sociales manipuladas por sus tres hijos, también políticos. En su gestión —considerada la peor en la historia de esa nación— asoma un país tembloroso, sacudido por la pandemia del nuevo coronavirus, que al cierre del pasado día 23 dejó 1 117 430 contagiados y 51 502 fallecidos, sin estructura sanitaria visible.
Ex diputado federal durante 28 años consecutivos, sin hoja de servicios alguna en el Congreso Nacional, seguido por la base electoral menos politizada y sin pensamiento crítico, despliega una reestructuración económica neoliberal que corroe a la nación otrora más poderosa de América Latina y El Caribe.
Si bien es cierto que la economía de la llamada locomotora de la región estaba debilitada por los vaivenes de los centros de poder mundial en torno a 1994, también lo es que bajo su mandato Brasil está siendo despojado de grandes riquezas naturales, en respuesta a las exigencias de los grandes capitales que lo acomodaron y le mantendrán en el Palacio de Planalto mientras sea posible.
Bolsonaro es comparado con un payaso en medios políticos progresistas, y a nivel mundial lo culpan de que Brasil perdiera su prestigio, ganado durante los dos mandatos del presidente Luiz Inacio da Silva. Ahora, seguidor como un faldero hasta de los gestos del presidente de Estados Unidos (EE.UU.) Donald Trump, (él se autoproclama como el Trump Tropical), puso en venta acciones de la poderosa estatal petrolera Petrobrás, parte de la Amazonía a trasnacionales madereras, entre otras notables pérdidas. Un rosario de despojos de recursos naturales en aras de achicar cada vez más el papel regulador del Estado.
Nadie duda que el régimen de ultraderecha de Mesías (su segundo nombre) es un columpio en el que se suben y se bajan ministros, y cuyo centro rector son los militares que colocó en su gabinete como protección para eludir los eventuales golpes de organismos institucionales, como el Supremo Tribunal de Justicia (STJ) y el Congreso Nacional, a los que declaró la guerra, o los grandes sindicatos que piden su renuncia.
Bolsonaro, y ya pocos lo dudan, es un ser que raya en lo irracional. A la grave situación económica, con más del 12,2 % de desempleo en el primer trimestre de este año (equivalente a 12,9 millones de personas), con 55 000 000 de pobres, se une la pandemia de la COVID-19, la que va dejando un rastro de muerte entre los 210 000 000 millones de habitantes distribuidos en 8 000 000 de km2 de extensión territorial.
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La irracionalidad del jefe de Estado ante la enfermedad global lo lleva a andar con el rostro descubierto por las calles, montado a caballo o a pie, comiendo en una cafetería y haciendo otras locuras, riéndose de las orientaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de dos de sus ministros de salud, uno al que sacó, y otro que se despidió por su voluntad debido al mal manejo oficial de la COVID-19.
Crisis sanitaria en un país donde el programa Mais Médicos de la presidenta Dilma Rousseff, firmado con la Organización Panamericano de la Salud, llevó a cientos de colaboradores cubanos de esa rama, y de otros países, a cubrir los bolsones territoriales donde jamás un médico había llegado.
Este individuo que calificó al nuevo coronavirus de “gripecita” desplegó una campaña de mentiras sobre la calidad de los servicios sanitarios cubanos. Despidió a los cubanos tras llegar al Palacio de Planalto, ahora escenario de sus espectáculos sin mascarilla, dando la mano a sus ignorantes seguidores y exponiendo a las personas con su acercamiento.
Los hospitales públicos brasileños están colapsados y a los privados solo acceden quienes puedan pagar las altas tarifas impuestas bajo el paraguas de la pandemia mundial. Las funerarias no tienen espacio y las fosas comunes proliferan. Una situación que puede empeorar si se considera que Brasil aun no alcanzó el pico epidemiológico y varios de los 27 Estados del país iniciaron una relajación para estimular la economía local.
Las medidas contra la COVID-19, saboteadas por Bolsonaro, jamás fueron tan estrictas como en otros países y fueron desobedecidas por una gran parte de la ciudadanía (unos porque tenían que buscarse el dinero para subsistir junto a su familia, y otros crédulos que creyeron en las palabras de Mesías), quien aconsejó que tomaran hidroxicloroquina, al igual que su admirado Trump.
Incluso, hay una gran discusión en círculos médicos y científicos porque el gobierno federal nunca informó la verdad a la OMS sobre el número de víctimas, en tanto colgó en las redes sociales una difusión de noticias falsas para negar la gravedad de la pandemia.
Este gurú ultraliberal prometió a la masa evangélica que devolvería al país el conservadurismo moral, que luego demostró reafirmando el papel del macho alfa, con palabrotas grabadas en los Consejos de Ministros, la desvalorización de la mujer, el desprecio hacia la comunidad LGTBI.
En una ocasión, montado en su corcel como un sheriff estadounidense, dijo a los atemorizados ciudadanos que pacificaría las calles tomadas por los narcotraficantes, contra los cuales no pueden ni el Ejército ni la Policía, en especial en Río de Janeiro y otras grandes ciudades.
El que se “vendía” en las redes como un inmaculado militar —su vicepresidente Mourao es un general retirado— resultó ser un machista, homofóbico y racista, nostálgico de la dictadura castrense (1964-1985). No son pocas las manifestaciones de Bolsonaro sobre el retorno a los llamados “años de plomo”. Aun en medio de la pandemia se fue a las calles junto a cientos de personas exigiendo el cierre del Congreso Nacional y el STJ para dar vía a una combustión social solo controlable a tiros y bayonetazos.
En medio de críticas, destituyó al jefe de la Policía Federal, Mauricio Valeixo, amigo de confianza de su exministro de justicia Sergio Moro, quien estaba investigando a sus hijos. A Flavio y Eduardo se imputan delitos de corrupción en Río de Janeiro, y la orden del asesinato de la concejala homosexual Marielle Franco, defensora de los derechos humanos tiroteada en la llamada Ciudad Maravilla por milicias paramilitares.
La renuncia de Moro, a quien no consultó el despido de Valeixo, bajo su mando, inició lo que analistas consideran una batalla política para provocar tensiones.
La crisis política, la económica y la sanitaria se sobreponen aunque su raíz es la misma, el desgobierno del Mesías capaz de enredarse en una refriega con los poderes legislativos y judiciales, en lo que se considera una operación político-militar.
El juez federal Alexandre de Moraes ordenó el arresto de seis ultraderechistas radicales afines al mandatario por violar la Ley de Seguridad Nacional al celebrar acciones contra la democracia. Estos individuos atacaron con fuegos artificiales la sede del Tribunal Supremo para incendiarla.
Cada día surgen nuevas denuncias sobre la ingobernabilidad del país por el excapitán del Ejército, rodeado de problemas que, en su desfachatez habitual, aseguró que carecían de valor.
La situación interna de Brasil está al límite. Lula da Silva afirmó el pasado viernes que la impugnación de Bolsonaro no es un asunto político, sino que “es la única alternativa si queremos defender la vida”.
El experimentado político, que ya avisó que no se presentará en las elecciones presidenciales del 2021, precisó que “Ante la profunda crisis de salud y economía en Brasil, (Bolsonaro) ha cometido muchos crímenes de irresponsabilidad y creo que ya merece ser castigado por ello”.
No obstante, en su defensa Bolsonaro aseguró ante una posible destitución que “los militares no cumplirían órdenes absurdas”. Declaraciones realizadas además en presencia del vicepresidente Mourao y el ministro de Defensa, Fernando Azevedo, tras un fallo del Tribunal Supremo que delimitó las funciones militares.
En las gavetas de la Cámara de Diputados hay al menos seis peticiones de juicio político contra Jair Mesías, entre ellas una solicitud formal firmada por unas 400 personas, entre naturales y jurídicas.
El ajedrez político para destituir a Rousseff y encarcelar a Lula da Silva, dando vida a Bolsonaro, le está pasando ahora la factura a Brasil.
Resultará muy difícil conciliar los intereses del mandatario con un sistema de justicia que no logra controlar y el peligroso compás de espera en un segmento del Ejército brasileño y las instituciones democráticas.
En las últimas horas, el juez federal Renato Borelli falló que el dignatario y todos los empleados y funcionario públicos del país deberán usar mascarilla en espacios públicos o pagar una multa diaria cercana a los 4 000 dólares. Borelli afirmó que el mandatario burla la Constitución Nacional al no hacer cumplir las regulaciones en torno a la COVID-19.
También el Tribunal Supremo Electoral juzga actualmente dos de ocho acciones contra las candidaturas presidenciales Bolsonaro/Mourao por los ataques cibernéticos en redes sociales usados durante la campaña electoral de 2018. Las denuncias solicitan la anulación de los registros de los postulados además de la declaración de inelegibilidad de ambos por abuso electoral.
Es muy posible que, en este escenario, el futuro de Brasil se esté jugando ahora mismo en reuniones de los altos mandos militares.
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