Cuando el ahora saliente presidente norteamericano se hizo con la victoria en 2016, no pocos lo proyectaron como un “líder anti sistema y fuera de serie”. Algo así como la “nueva revelación” en los añejos andares políticos de la Unión.
No era para menos. El magnate inmobiliario resultaba entonces una novedad desconcertante. Su irreverencia ante el poder instituido y sus frases como aquella de “limpiar el pantano de Washington”, sonaban a música en el alma, tanto para los sinceramente desencantados con la rutina política nacional, como para los tradicionales conservadores y cultores extremos de sus prerrogativas locales y personales frente a la “injerencia federal”.
Y aunque desde hacía tiempo Trump había dado muestras de su inflado ego y de sus grandes e individualistas ambiciones, la fuerza de su verborrea y su desborde mediático encontró, en un variopinto universo saturado de inconformidades, no pocos oídos fértiles a los proclamados aires diferentes.
Por tanto, su estallido pasional hizo especial mella en una extendida incapacidad de discernimiento susceptible de asumir, sin mucho meditar (como gustan y pretenden los grandes poderes), cualquier estímulo bullanguero con otros tintes.
La ampulosa consigna de “Hacer a América grande otra vez”, como llamado a un “cambio radical” en medio de profusos mensajes digitales y actos públicos donde hizo gala de un obeso folder de muecas y empaques a la usanza de los líderes del fascismo italiano o en el nazismo alemán, llegaron a calar en un universo de gente confundida, amargada, resentida, frustrada, o de los amigos de la prevalencia de los peores pareceres y conductas, llámense estos racistas, supremacistas, derecha religiosa, o cultores netos de la violencia.
No obstante, resulta evidente que su apabullante trayectoria no tardaría en ceder “lustres” para priorizar como sustento esencial la prepotencia personal, la indecencia conductual y un YO sin límites, no importan contradicciones, marchas y contramarchas, acciones riesgosas al límite, y ataques sin parangón contra todo lo que contradijese sus deseos y aspiraciones muy propias.
Y el intentar ser un presidente para sí mismo no tardó en encender las alarmas dentro y fuera de sus correligionarios, aún cuando no pocos optaron por callar e intentar amoldarse al “caudillo”.
Hoy, luego de la derrota de este tres de noviembre, ese irrefrenable ego de Donald Trump no le deja tranquilo, y pretende anular a toda costa los resultados desfavorables en las urnas, aún cuando sus cuatro años de administración pusieron sobre la mesa que su personalidad obsesa y ególatra, y sus caprichosas historietas y prácticas, son los pilares de su tronchada época como “líder del mundo libre”.
Y si bien tales productos trumpistas siguen vigentes entre mucha gente (como se mostró en las urnas), abrió también muchos ojos críticos en una mayoría que desde una abigarrada oposición entendió que el super héroe era un fraude y un riesgo que demandaba freno.
Desde luego, no se trata de una revolución lo ocurrido en estos sufragios. Lo ciertamente cierto no es más que, al final, la maquinaria política que ha protegido por casi dos siglos y medio la supervivencia de los grandes intereses que determinan aún los destinos de la Unión, lograron dar agua a las fichas para decantar del juego a un “accidente” incómodo en la bicentenaria e imperturbable ruta.
El pataleo podrá hoy estar vigente entre el todavía inquilino de la Oficina Oval y sus más íntimos, pero resulta claro que el veredicto del sistema real de poder en los Estados Unidos es que su perturbador tiempo llegó al final, con la revelación añadida de que el “trumpismo” no ha sido otra cosa para su gestor que egocentrismo manipulador a manos llenas. Esperar para ver.
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