Cuando se cede la autonomía y los intereses propios se soslayan ante las demandas y exigencias ajenas, entonces no valen ni siglos de historia ni pretendidos pasados de “gloria, poder y expansión”. Y lo peor sobreviene además si los responsables de orientar, conducir y decidir renuncian a defender lo suyo y acatan lo que se les impone desde otros patios.
Y Europa y la Unión Europea (UE) vienen viviendo desde hace decenios ese duro aprieto, cuando en su mayoría se inclinaron por adscribirse como segundonas a las políticas hegemónicas y hostiles de su socio norteamericano, incluso, sacrificando espacios autóctonos de suma importancia en materia económica, política y de seguridad nacional.
Todo, porque lejos de contar con una perspectiva propia en torno a un mundo que va dejando atrás los siglos imperiales y las prácticas intimidatorias y agresivas, siguen asidos a un proyecto de factura externa en franco deterioro. Ello coarta posibilidades edificantes y provechosas en cuanto a las relaciones externas del Viejo Continente, y lo triste resulta que se es incapaz incluso de reaccionar debidamente ante una experiencia como la de la administración de Donald Trump, capaz de insultar, soslayar y menospreciar a sus pretendidos “íntimos” aliados occidentales a nombre de un “Estados Unidos primero”.
De ahí que no pocos analistas se pregunten a qué esperan Europa y la UE para soltar amarras de otros y asumir las propias frente a una realidad global multilateral, donde desconocer y enfrentar a naciones de alto dinamismo internacional como Rusia y China es colocarse muros altamente innecesarios y dañinos. Con más razón cuando las cifras económicas europeas por estos días acusan, ante problemas acumulados y el severo golpe de la COVID-19, un descenso de 6,4 % del Producto Interno Bruto regional (PIB) al cierre de 2020, a pesar de los guarismos positivos que correspondieron al primer trimestre de ese mismo año.
Según fuentes especializadas: “…las tasas de crecimiento interanual se han visto afectadas en todos los países del área, con España a la cabeza, con una pérdida del 9,1 % del PIB con respecto al cuarto trimestre del 2019, seguida por Austria (7,8 %) e Italia (6,6 %)”.
Súmense el sensible daño energético regional que supone acatar el intento gringo de sabotear los proyectos gasíferos y petroleros con Rusia, el enturbiamiento de la convivencia con Moscú por la inducida injerencia en sus asuntos internos, la política de la OTAN de abalanzarse sobre las fronteras occidentales del gigante euroasiático, y el atizar (también por indicación gringa) los roces con China, que ya desplazó a los Estados Unidos como primer socio comercial con la UE. En pocas palabras, trabajar contra uno mismo para “felicidad” de otros.
Únase a ello que, tanto el Kremlin como Beijing, lejos de echar leña al fuego, no han cesado de manifestar su disposición al entendimiento y la cooperación con Europa sobre la base del respeto y el beneficio mutuos. ¿No suena entonces irracional que alguien insista en ponerse la soga al cuello para satisfacción de ajenos?
No olvidar ni por un instante, y en ello coinciden muchos estudiosos, que ni Rusia ni China van a conciliar con la idea de un mundo unipolar, y que mientras más se apriete la soga en su contra, su convergencia estratégica tenderá a hacerse más intensa y más generadora de influencia y posibilidades disuasivas.
Y en esa inevitable recomposición global ya en marcha, Europa tendrá que finalmente escoger si sigue los retorcidos caprichos de un dudoso socio, o decide finalmente asumir el sendero de la convivencia constructiva, respetuosa, lógica y decente.
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