Podría haber ingenuidad, miopía política o falta de conocimiento, pero tampoco falta en muchas ocasiones una crecida dosis de mala intención.
Y es que cuando se insiste en que las ideas revolucionarias ya no tienen cabida en el mundo, pareciera que asistimos a una reedición de aquella catilinaria en torno al pretendido “fin de la historia” que, por los años noventa de la pasada centuria, repitieron una y otra vez los “teóricos” del imperio como absolutista epitafio ante el descalabro de la Unión Soviética y el campo socialista europeo.
Porque el secreto de la engañosa fórmula radica precisamente en circunscribir las ideas progresistas, transformadoras y socialistas, a la fatal y estrecha experiencia acontecida en aquellos extintos patios del Este geográfico, anulando el carácter válido y universal de una teoría concebida como instrumento para el análisis de la realidad económica, política y social a través de la historia humana, y su consecuente transformación sobre cánones de justicia, racionalidad y objetividad.
Y es que si no hubo ni ha habido catecismos, modelos o dogmas, es precisamente en las ideas originales de la teoría revolucionaria, que nunca dejaron de establecer que la disección de la sociedad y su cambio deberían tener como primer fundamento las condiciones objetivas y subjetivas sobre las que se debería actuar en forma positiva y creadora.
Un criterio que incluso de alguna forma José Martí proyectó también al reclamar para Nuestra América, por ejemplo, su inserción en el mundo, pero preservando a toda costa el tronco original de estas tierras.
Así que, personajes, organizaciones y agrupaciones progresistas y revolucionarias hayan interpretado erróneamente el espíritu de ese cuerpo teórico; que hayan desarrollado rígidas doctrinas y proyectos ajenos a la realidad, y que tuviesen entre sus metas establecer esquemas errados e invalidantes —sin pasar por alto la agresividad permanente de los poderosos como otro factor altamente nocivo— no quiere decir que las sustancias perdiesen su valor o se desdibujasen definitivamente.
Al final, y contra todos los pronósticos de los que cantaron a la eternización de la economía de mercado y la democracia occidental como puntos finales en la escalada humana, el controvertido sistema que defendieron y defienden no ha esperado mucho tiempo para mostrarse rengo, inconsistente, débil e incapaz, en medio de una crisis intrínseca e inherente a sus bases exclusivistas y excluyentes por antonomasia.
Mientras, llámese Socialismo del Siglo XXI, Revolución Ciudadana, Proceso de Perfeccionamiento, o Economía Socialista de Mercado, entre otros sustantivos propios de cada experiencia revolucionaria autóctona, las ideas progresistas, ejercidas desde una interpretación con los pies sobre la tierra, mantendrán su validez.
Y, por supuesto, nada de asombro, desánimo ni conclusiones precipitadas frente a nuevos y posibles retrocesos, y hasta fracasos.
En todo caso, ante los golpes, busquemos que no se pensó o se hizo debidamente, qué faltó por tomar en cuenta o por realizar; cómo se planeó y ejecutó cada proyecto y hasta donde se fue o no consecuente con las demandas esenciales de la realidad objetiva y subjetiva vigente.
Porque hasta ahora, en puridad, lo que ha pasado a mejor vida en el campo de la izquierda no han sido más que las visiones y prácticas maniqueas, tan usuales y comunes, dicho sea de paso, entre aquellos pretendidos “no inmovilistas” que un día intentaron hacer creer al mundo que ya no hay más verdades a las que acceder.
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