La época de violencia, destrucción, sufrimientos y crímenes que le ha tocado vivir en estos últimos decenios al Medio Oriente y Asia Central tiene una sola y voraz génesis: el interés hegemonista norteamericano, apoyado por sus más íntimos adláteres, de apoderarse de una zona de altísimo valor estratégico.
La intención viene de atrás. En el año 2000, el ex asesor de Seguridad Nacional de origen polaco Zbigniew Brzezinski ya proclamaba que, luego del derrumbe de la URSS, la prioridad gringa estaba en Eurasia. Aseguraba que “aquel que la controle, poseerá dos de las tres regiones mundiales más productivas y desarrolladas (…), tenemos que asegurarnos que nadie nos desaloje de allí…”. Y China y Rusia —desde luego— como los grandes opositores de nuestros días… —añadimos nosotros a manera de dilucidar y actualizar el juicio de semejante personaje.
Por su parte, el pacifista israelí Uri Averny hacía notar en 2002 cómo las bases militares norteamericanas desplegadas en ambas áreas geográficas bajo el pretexto de la lucha contra el terrorismo “están ubicadas exactamente en la ruta de los oleoductos y gasoductos hacia el Océano Indico”, un indicativo de las verdaderas razones de su propagación y existencia.
Y es en esa cuerda que la invasión y ocupación de Afganistán, la devastadora guerra contra Iraq, los sangrientos episodios armados en Libia, el inicio de la agresión a Siria desde hace diez años y la explosiva aparición del terrorista Estado Islámico, EI, brindan un claro asidero para desentrañar la amplia y corrosiva maraña intervencionista Made in USA
En tal sentido, nadie puede entonces calificar de ilógico el calificativo de “enorme y único obstáculo para la paz en Oriente Medio y Asia Central” que dedican al injerencismo militar norteamericano gobiernos y personalidades de todo el planeta, y en especial de las áreas y países empujados al conflicto.
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Tampoco cabe certificar (como suele hacerlo Washington) de “agresores y entrometidos” a las unidades de combate y asesores de Rusia, Irán y el Hizbulá libanés que, por ejemplo, han frenado, junto a las tropas de Damasco, los desmanes de los grupos extremistas internos, del EI, y de las fuerzas extranjeras, empeñados todos en desintegrar al Estado sirio. Un esfuerzo conjunto, legal y solidario que, sin dudas, coloca severas barreras a la pretensión de balcanizar el Medio Oriente y Asia Central, deshacer los poderes y la institucionalidad locales y favorecer la penetración USA a través de tratativas con diferentes segmentos poblacionales enfrentados entre sí.
Esta última política favorece, además, al aparato sionista entronizado en Israel, el cual, por el contrario, ejerce la geofagia y la represión más brutales a cuenta de las poblaciones árabes (especialmente la palestina); y aboga por un Estado propio de castas, sólidamente controlado y militarizado, e incluso poseedor desde hace mucho tiempo de un arsenal nuclear que casi nadie cuestiona.
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En consecuencia, y haciendo caso al viejo y nada desacertado adagio que explica que una manzana podrida puede malograr el saco, hay que reconocer como válido, acertado, necesario y perentorio, el reclamo cada vez más amplio de que solo la retirada de las tropas norteamericanas de Asia Central y Oriente Medio puede restablecer el clima adecuado para que los pueblos de ambas zonas ganen en estabilidad, seguridad y posibilidades de progreso multifacético.
De lo contrario, es seguro que la noria hostil se seguirá prolongando, porque, sin dudas, a estas alturas de la historia será difícil que las crecientes fuerzas que apoyan el multilateralismo y reniegan del absolutismo imperial depongan su resistencia y cedan espacio nuevamente al hegemonismo rampante.
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