Moscú no pudo vestir este nueve de mayo sus mejores galas para celebrar el aniversario setenta y cinco del triunfo sobre la Alemania Nazi.
Una rememoración que, según las autoridades locales, marca además el decisivo repunte de la voluntad nacional de romper todos los mitos y manipulaciones históricas con relación a la gesta bélica del pueblo soviético contra el fascismo.
Así lo había informado en enero último el presidente ruso, Vladímir Putin, cuando la pandemia de la COVID-19 apenas abría la puerta a la dimensión planetaria que hoy alcanza.
Entonces el estadista, empeñado en rescatar de la distorsión enemiga una de las más grandes proezas militares y políticas de la historia humana, afirmó ante numerosos veteranos de la contienda que en breve su país abriría a todos los interesados la colección más extensa de documentos de la Segunda Guerra Mundial, para “cerrar la boca sucia” a aquellos que buscan reescribir lo acontecido para obtener ganancias a corto plazo.
Argumentó que la creación del referido centro de información “no dejaría ninguna oportunidad a quienes estén dispuestos a distorsionar la verdad sobre aquel episodio para sus propias necesidades políticas”.
Conocida como la Gran Guerra Patria, la ejemplar y recia batalla del Primer Estado de Obreros y Campesinos se convirtió en una gesta que liberó de la peste nazi a buena parte de Europa, colocó a la entonces hostilizada, demonizada, y denostada Unión Soviética entre las grandes potencias globales de la época, y extendió la experiencia socialista más allá de sus fronteras nacionales a cuenta de su masivo derroche de heroísmo.
Lo cierto es que desde su irrupción en el escenario político germano, las potencias occidentales consintieron al nazismo con la intención de lanzar su creciente aparato militarista contra la Unión Soviética, el jurado enemigo de clase del capitalismo.
Solo que Adolfo Hitler prefirió golpear primero a sus tibios y solícitos apañadores antes de irrumpir contra el entonces único valladar mundial del socialismo.
La agresión fascista iniciada en 1941 devastó buena parte de la URSS y segó la vida de unos veintisiete millones de soviéticos, el costo humano más alto pagado por pueblo alguno en la contienda, y solo cuando el arrojo generalizado de la nación puso freno a la invasión alemana y comenzó a empujarla de vuelta hacia Occidente, los poderes capitalistas consintieron en aliarse con Moscú para poner fin en conjunto a un enemigo que ya era inadmisible a escala planetaria, a la vez que intentar amputar en lo posible el despliegue del Ejército Rojo.
A pesar de la ya ineludible alianza con Moscú, las potencias capitalistas intentaron no obstante que la URSS sufriera todas las heridas posibles en su lucha contra el nazismo.
La retardada apertura del Segundo Frente europeo hasta 1944 a partir del tan publicitado y exaltado Día D, marcado por el desembarco de los aliados occidentales en las costas francesas, fue solo ejecutada cuando el pujante Ejército Rojo rebasó las fronteras nacionales e irrumpió en el oeste continental con rumbo a Berlín, liberando a su paso a numerosas naciones.
Entonces la premura de Londres y Washington suponía frenar la influencia “comunista” que los combatientes soviéticos “sembraban” entre los pueblos emancipados.
Con todo, fue el Ejército Rojo el que dio el tiro de gracia al régimen nazi al ocupar la capital germana e imponer a los pretendidos “superhombres” de uniforme pardo la rendición incondicional el 9 de mayo de 1945. Como se sabe, Adolfo Hitler sucumbió —se afirma que por propia mano— en su bunker berlinés apenas horas antes de la victoria soviética.
Con toda justicia, la nación que virtualmente demolió la poderosa maquinaria militar nazi mediante una masiva y heroica defensa convertida luego en indetenible y aplastante ofensiva, puso de manifiesto, por encima de limitaciones y excesos, los valores de una nueva sociedad ajena a la explotación de sus semejantes como premisa de su pretendido avance.
Mientras, y aún en medio de su propaganda y métodos distorsionadores, el capitalismo no pudo ocultar que sus egoístas apetencias y contradicciones internas fueron la génesis de la contienda más terrible en la historia de la especie, como parte de sus afanes en constituirse el único poder sobre la Tierra.
De ahí que terminada la Segunda Guerra Mundial, no tardaran la Casa Blanca y sus sobrevivientes aliados en soliviantar pactos y entendimientos e implantar la Guerra Fría en la escena global, que colocó al mundo ante el riesgo de una conflagración nuclear, y cuyas destructivas secuelas se extienden hasta este siglo XXI de renovada hostilidad hegemonista.
hegemonista.
Infografía: Laydis Soler Milanés/Cubahora
Términos y condiciones
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.