Con un perfil calmado, más bien sobre lo discreto, y a la vez propio de un político pretendidamente equilibrado frente a la histeria y las bravatas de su oponente republicano, el demócrata Joe Biden será por fin el nuevo inquilino de la Oficina Oval.
Han sido jornadas muy complicadas y que van dejando una larga cola de insatisfacciones, dudas, frustraciones, riesgos y división política y social a partir de la torpe intención, mil veces reiterada por Trump, de que la presidencia le pertenecía solo a él.
Una prepotencia y un egocentrismo que le llevaron a la crasa pifia de insultar incluso la integridad del sacrosanto sistema electoral gringo, que por casi dos siglos y medio ha permitido a las grandes castas locales rifarse la conducción del Estado sin grandes cismas, y que difícilmente será alterado mientras cumpla tan vital y parcializado cometido.
Pero lo cierto es que, en la concreta, y a pesar de una intensa cadena de avatares vivida en los últimas semanas, los demócratas vuelven a la Casa Blanca en la figura de quien fuera vicepresidente de Barack Obama, acompañado ahora por su segunda Kamala Harris, el binomio escogido de antemano por la élite política azul para desalojar a Trump y a la vez contener la ola progresista liderada por Bernie Sanders y otras figuras tildadas de “socialistas frenéticos” por la propaganda oficial, ciertamente incómoda para un sector partidista que históricamente ha apostado por las formas más que por el contenido.
No obstante, es innegable que entre muchos dentro y fuera de los Estados Unidos existe la expectativa de que la nueva administración, al contrario de su maniático antecesor, aprenda a asumir la realidad objetiva de que los tiempos globales han cambiado radicalmente, y que lo que decisivamente conviene al planeta, incluida por supuesto la primera potencia capitalista, es la sustitución de una enquistada política externa expansionista y agresiva por una práctica donde cesen las imposiciones, los castigos, la injerencia y los peligros de guerra y destrucción, y primen de una vez el respeto mutuo, los vínculos beneficiosos para todos, la protección mancomunada de nuestro herido y debilitado entorno, y la aceptación y valoración de las decisiones, creencias, culturas y opciones de vida que cada colectivo humano decida darse por su entera y soberana voluntad.
Lo resumió de manera genial el indígena ex presidente de México y no por gusto proclamado Benemérito de las Américas, Benito Juárez, cuando sentenció que “el respeto por el derecho ajeno es la paz”.
Así, del extremismo y la fobia como manías prevalecientes, las nuevas autoridades de los Estados Unidos podrían, con sabiduría y honestidad, abrir puertas de cara al resto del mundo, y dejar atrás como un mal lapso el auto aislamiento que le impuso un obseso presidente, fanático en eso de levantar todo tipo de muros.
Cuba, vecina inmediata contra la que se han estrellado todas las estrechas y hostiles políticas norteamericanas en los últimos 61 años, reitera por tanto su permanente disposición de reimpulsar los vínculos bilaterales con Washington con el único y vital subrayado de un basamento signado por el estricto respeto mutuo, la prevalencia del diálogo sensato y equilibrado, y la no injerencia en los asuntos y las decisiones internas y externas de cada quien.
Y como en otras muchas ocasiones, la pelota vuelve a quedar en el terreno opuesto (al Norte), y a consideración, una vez más, de la objetividad o de las miras torcidas y prejuiciadas.
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